El Circo en Llamas
ÁRIDOS
Crónica, con notable habilidad, los paisajes del Maule suburbano. Los ires y venires de unas vacaciones breves en una tierra que, como las fotografías de Lewis Baltz, están anegadas por el poder inmobiliario. Se vive allí con cariño y con dolor.
Por Claudio Maldonado

De Graneros (la tierra del Coca Mendoza y del gordo Pelotón) vendrá un furgón con chofer a buscarnos. Traerá a mi hijo y a su mamá y de acá nos vamos todos a pasear a la laguna Querquel. Le cuento esto a Jota Opazo y dice que muy bien. Le aviso a la Profeta de Bares y lo encuentra total. Su novio ajedrecista, que se autodenomina SerTal, suelta el caballo. La idea es avisarle a Pipe Montaña, pero este anda moncadeando en Vilches. Alejandra y yo estamos acá, en nuestro patio estrecho, pero que a punta de compos y terrazas de barro lo hemos estirado hasta darle espacio a tres paltos, un manzano, un durazno, un parrón, unas flores de la risa, una casa para el gato Román, y un tambor plástico con ceniza, que gracias a un relato de Mellado constituye una solución amigable cuando las duchas del otro se alargan.
Acá es donde vivimos, en una villa levantada por esas inmobiliarias que hacen casas como poleras de marca en el retail. Llegamos desde el Wallmapu, poco después del último terremoto, y de tanto buscar logramos un arriendo acá: en las Puertas de Igualilandia, una zona perdida entre Talca y la comuna de Maule, un triángulo cruzado por el Estero Cajón, un curso de agua polifuncional como el Coca, servil como el gordo Pelotón, para el regadío y el depósito de aguas servidas, neumáticos, sillones y uno que otro colchón, pero bueno –parafraseo a Cheever– ¿Para qué celebrar el vertedero? ¿Para qué explayarme sobre el pequeño desastre? Aquí en Igualilandia Correos de Chile no se hace cargo de la entrega de las ficciones retorcidas de Mihovilovich o de alguna ex alumna que caída en la pasta me manda su primer poemario desde Tongoy. Se pierden los libros nomás, es que no somos Talca ni Maule, antes sí, esto pudo haber sido el paraíso de infinitas extensiones de tomates y choclos, cuando no estábamos nosotros ayudando a percolar.
Era la primera primavera de pandemia de un sábado con cara de verano y el furgón granerino ya estaba por llegar ¿Por qué había que ir a Querquel? Me sonaba por esos días un lado b de Virus ¿Qué hago en Manila? Todo el tiempo quería más que nunca estar enamorado de algo –decía Moura– y me pegaba duro el volver siempre a esa laguna que estaba a 20 kilómetros de nuestra Igualilandia. Era Querquel un pedazo de tierra baja, vecina e inundada por la cuenca del río Maule, tapada toda con árboles y de lado contenida por un murallón de piedra que caía en picada sobre el brillo del agua y el dorado de sus atardeceres flojos. El furgón ya venía en San Rafael y Profeta de Bares con SerTal entraban con vinos, comistrajos y un chal gigante. Jota Opazo venía en el minibús desde San Javier de Loncomilla, donde los viejos toman hasta que les flotan los ojos, y donde la fábula orwelliana de la planta Cerdirica de Memo García se chupa el agua y el aire con su tecnología holandesa de alta gama. Pero hay pega y ahí está el desarrollo, “hay que equilibrar el empleo y el ambiente amigable” –dice Santiago Azado– nutriólogo de los chanchos y chanchas, en una nota exclusiva a la revista Agrocampo.
La primera vez que fuimos a Querquel nos llevó un taxista enano que manejaba mejor que Toreto en tonariles. Fue a fines de Marzo y de vuelta sacamos racimos y racimos de uvas que plagaban todo el cerro, las parras se aferraban locas a los arbustos y a los árboles silvestres. La segunda vez que fuimos nos llevó una sicóloga que primero se confundió y llego hasta el fondo del fundo Colín. Había algo así como una hostería y le preguntamos a un campesino. Nos dijo: No po, na que ver, la Querquel está pal otro litro, tendrían que pasar por ese camino, pero el auto no le aguanta con tanta piedra. Después supimos que el único cliente que se tomaba un vino y que paraba la oreja dentro de la hostería era el Pedro Gandolfo, el crítico, que se reía extrañado de esos gallos extraviados que insistían en la posibilidad de tomar el atajo entre los cerros, rodeados de cerros, apegados a los cerros, cerros y no colinas, cerros y cerros al rojo, quemándose a todo ritmo en la zona, dejando al cielo naranjo por semanas ese verano del 2017. Quizás de ahí partió el no retorno y el jaguar ya no pudo con las moscas. Llamé a Gandolfo para invitarlo al paseo, pero me dijo que estaba en Santiago, en el cerril y cerruco Santiago.
Jota Opazo llegó y en el acto le pregunté si le había avisado del paseo al Nano Negroni, su amigo fotógrafo. Me dijo que le había cortado la llamada. Yo, por algún motivo imaginé a Negroni enojado porque a la Carlos González (una población que está cerca de Igualilandia) le decimos la San Guano por el buqué que tiran sus piscinas depuradoras de agua con mierda. Es que ahí vive mi papi y me ofende –nos dijo una vez Negroni en un carrete–. Llegó el furgón y abracé a mi hijo, saludé a su madre y al chofer me lo presentó como su novio. Todo listo. Nos subimos. Partimos y a las dos cuadras mi cabro sacó la guitarra y empezó a tocar sus canciones, salieron los tarros de cerveza y los primeros humos. Pasamos Unihue y ya todo era jarana: “Esta semana no supe nada, rompí los cables de la radio tele chat”. Cantábamos y aparecía Numpay, Ovejería negra. Profeta de Bares no se hacía dramas por no llevar traje de baño, por ahí me las arreglo –dijo– y ya íbamos por el Chivato, medios volados, bordeando las faldas del cerro Santa Rosa. Alejandra dibujaba algo en la croquera. Con la Bengala Perdida de Spinetta llegamos a la tierra de Oscar Bustamante: Santa Rosa de Lavaderos. Pensando en esos caseríos de barro y piedra Bustamante se motivó a escribir su primera novela Asesinato en la cancha de afuera, una ficción basada en un crimen que ahí ocurrió y causó revuelo en la región. La risa trágica de Bustamante seguro que nació de esos pagos llenos de campesinos acoquinados y la vez agalluchos, seguro que brotó del escapar de esos andurriales al mundo detonado, para luego caer finamente en la derrota. Cito, de puro gusto, un pedazo inolvidable de Explicación de todos mis tropiezos: “¿Por qué estaba como un náufrago con las manos en los bolsillos parado bajo un letrero luminoso que me cambiaba el color del rostro de púrpura a granate? ¿Por qué me hacía en los pantalones y no me avergonzaba de sentir la orina convirtiéndose en hielo en mis piernas? ¿Por qué estuve mirando durante quizás cuánto tiempo el sendero del meado rumbo a la cuneta? Algo se quebró dentro de mí, supongo. Tal vez había cambiado. No lo sabía, que ya no era el mismo y que nunca lo iba ser”
Pasamos por el Estero la Mina, donde antes llegaba gente de todos lados a hacerse la pinocha buscando oro. Al entrar por el camino a la laguna el furgón patinó, al subir la loma aparecieron las retroexcavadoras. El ruido se mezcló con el polvo arenoso, montículos de ripio, letreros y mallas naranjas. El furgón aserruchó lo más que pudo y una pala mecánica tuvo que dar el paso. Maldo –me dijo el Jota Opazo– parece que llegaron, esto se tiene que llamar así: Áridos, Maldo. Llegamos a la entrada y el chofer estacionó el furgón. Nos bajamos con los bolsos y mochilas. A todos les había advertido, que en el primer tramo de caminata, los que anduvieran con pantalones tenían que arremangárselos hasta donde más pudieran. El chofer, que también era el novio de la madre de mi hijo, y que por alguna desgracia cojeaba afirmándose en un bastón, le ofrecí afirmarlo hasta que llegáramos a la explanada mayor. Pero ya casi no había agua que sortear en la entrada. Al bajar el nivel caminamos por una pista de lodo con algunos charcos. La gente era siempre la misma, algunos asaban unos pollos bajo un sauce, otros escuchaban reguetón en un sitio con pasto. Había niños chapoteando en el agua y ciclistas pedaleando su ruta. La gente era la misma y se adaptaba a la mutación del sistema perforado. SerTal, el ajedrecista, era feliz con el paisaje y tomaba fotos con su celular. La Profeta de Bares echaba la talla y mi hijo, al lado de su madre, vigilaba los pasos vacilantes del chofer. Esto se llama Áridos, Maldo -me volvió a repetir el Jota-. Al llegar a la explanada, donde antes vivían musgos y helechos resbalosos, habían socavones. En la ribera los mordiscos de una gran piraña humana se habían mandado al pecho a llantenes, manzanillas, tréboles, hualos, quilas, aromos y huiros. Nos acercamos al agua, como pudimos acomodamos los culos en las toscas partidas y nos echamos a tomar y a fumar y a conversar. Parece que fue SerTal el primero en mojarse las patas, luego se metió mi hijo y lo seguí en el acto. A lo Tiburón Contreras me pegué una braceada, intenté un buceo profundo y al salir a flote me llegó el bajón. Llegué a la orilla, me acerqué a mi hijo y a modo de chunga, como no quería mojarse entero, le armé una ceremonia espiritual: desde las aguas del Querquel, donde todo brota y brota como el musguito en la piedra yo te bautizo, hijo mío. Como un canuto delirante le hundí la cabeza hasta el fondo y emergió bañado en santidad.
Hasta que llegó la hora de volver a Igualilandia. Había unas carnes que asar en la parrilla. Desandamos el camino, pasamos por el lodo y nos subimos al furgón. Desandamos, esta vez el furgón no patinó y las retros parecían descansar. Entiende Maldo, esto se llama áridos –volvió a repetir el Jota- mientras se mandaba la octava Pilsen de la jornada. Por ahí algo hablamos de una crónica a dos manos. Llegamos a la casa y nos lanzamos al jolgorio. Los días pasaron y fueron y son siempre iguales, vuelan como treiles áridos, escapando del olvido de esa tarde dominguera en que anduvimos respirando las heridas de Querquel.