El Circo en Llamas
ASOMADA AL ABISMO DE LO SECRETO
Actualizado: 24 nov 2020
Una lectura de Las secretas costumbres (Aparte, 2020), de Antonia Torres.
Por Rosabetty Muñoz

"La poesía de Antonia Torres da cuenta de la sensación de extrañeza del mundo: un escenario vacío nos recibe a pesar de contener restos, pelusas, botones, conchas, caracoles; pedacerío que se colecciona buscando sentido".
La poeta polaca Wislawa Szymborska dice en un poema que nada sucede dos veces, afirmando con ello lo inaugural de cada gesto, de cada acontecimiento. Ese hilo finísimo que ella despliega se trenza con la poesía de Antonia Torres. Y ambas siguen resonando en esta convicción que tengo yo también: ni los interiores domésticos ni las largas relaciones ni la vida en pueblos pequeños son rutinarios o desprovistos de “aventura”, como suelen ser estigmatizados. Más bien al contrario: para quien se entrega a la experiencia de vivir con intensidad, los momentos tienen capas y capas de sentidos ocultos que uno va develando a veces con escepticismo. Y se descubre así que hasta las costumbres menos vistosas guardan secretos. “Sin experiencia nacemos / Sin rutina moriremos”, dice Symborska.
La poesía de Antonia Torres da cuenta de la sensación de extrañeza del mundo: un escenario vacío nos recibe a pesar de contener restos, pelusas, botones, conchas, caracoles; pedacerío que se colecciona buscando sentido. Se fija la mirada en los fragmentos materiales, pero también en los roces, relaciones, pérdidas, a ver si ellos permiten vislumbrar la unión original, cuando eran parte de un todo que solo se sospecha.
En esa búsqueda de la íntima relación entre la llamada realidad y nuestra percepción se levantan lugares y laberintos. A veces hay algo que punza, late y trata de hacerse notar; uno los silencia porque la voluntad y la claridad del día nos impulsan a levantar defensas. Pero la noche es otra cosa: ahí toman poder, recuperan protagonismo y establecen su propio estatuto, su lógica. Así la escritura. Puede uno aferrarse a la cordura y asir con ella el lápiz con la ilusión de mantener bajo una cuerda invisible a los animales salvajes, pero la ferocidad se filtra por ciertas fisuras.
El ejercicio de pensar y marcar con palabras -hasta el dolor- el fallo, parece necesario al momento de entender el misterio original. La poesía registra el instante preciso en que todo encantamiento cede: la conciencia, la herida de ser termina siempre por hacerse presente, por romper el instante en que aloja la plenitud.
Tantas voces murmuran entre y debajo de los versos de este libro. Hojas de otoño, hojas de libros. Todas caen en estaciones que son temporales o no. La que habla es una voz rodeada de libros, ella misma pertenece a esa selva verbal donde acecha el cazador furtivo que nos dará tarde o temprano con su arma cargada de incertidumbre.
Hay un vocerío lírico que actúa de lecho nutriente en los poemas de Antonia Torres. Palabras y palabras, tanto suyas como de poetas que, igualmente, rondan la materia de estos versos: Pizarnik, Montale, Eliot, Vallejo, Cesare Pavese. Una tribu compuesta tanto por quienes se mencionan como por otros que yacen en las capas más profundas; todos tienen en común esa búsqueda por el decir: “La palabra que está siempre por decirse pero se calla”.
Rodear lo que se quiere decir y no poder hacerlo: el poema menciona boca y ojos cosidos. Como el imbunche. Ese personaje mitológico que sabe pero no puede decir; que ha sido condenado a participar del pacto secreto, pero se le ha dividido la lengua en dos y se han cosido labios y ojos para que no pueda contar. Así el escritor, tiene esa capacidad de asomarse al conocimiento, pero la mano que escribe no logra capturar ese otro abismo que somos; el ojo ilumina las escenas desde debajo del costurón, de la cicatriz.
El ojo y la mano, órganos que pertenecen a mundos paralelos. “Con una mano cubres con la otra escribes”. Uno quisiera más de la palabra, como César Vallejo que trata de hablar pero le sale espuma. O cito a Antonia: “Palabras torpes como granos de arroz cayendo de la boca”. Mientras se advierte la dificultad de dilucidar sentido, se dibuja un vacío.
Y todo está en movimiento, lo primero, el lenguaje: tránsito–estaciones–viajes–mudanzas–equipaje- aeropuertos; la voz se vuelve feroz en otros paisajes, en territorios extranjeros que, sin embargo, son espejos de los ríos y ciudades propios.
Un enorme manto aguado envuelve el mundo de la experiencia. La mano intenta escribir una historia disfrazada pero se da cuenta que toda historia es un disfraz. Y aunque todo el tiempo hay premoniciones, palpitantes vaticinios, la cordura impide entregarse a los pre–sentimientos, y entonces se fija un paisaje en el tiempo que es lienzo donde se clavan con alfileres algunas imágenes, escenas, amores, como en un insectario.
Se pone atención a la fragilidad de la existencia. El texto exhibe sus apegos, fantasmales junturas de signos que pretenden decir algo, pero la vida se va consumiendo mientras transcurre poco a poco. Una vida que, de todos modos, se vive con fruición. El hermoso poema “Cultiva un jardín de bulbos” da cuenta de ese impulso hacia la vida y sus goces que serán reserva ante la sed.
Para entender se escribe. La palabra postula a fijar un modo de ser, de estar en el mundo, permanecer frente a lo huidizo del tiempo, al escamoteo. Las volutas de la boca salen y son ríos o calles que van nombrando pero, otra vez la impotencia, no hay nombres, no hay sitio en la historia. El curso de la vida que se muestra en estos poemas: atravesar las habitaciones escribiendo hasta la muerte de rendirse. Pareciera que hay alguna certeza al escribir, por lo menos se trata de poner en relieve esas secretas costumbres. "Al respirar te equivocas", dice Torres.
El bellísimo poema “Una mujer ha caído en el río por la tarde”, me envolvió en los ecos de las coplas de Manrique: sumida en las aguas mientras ella va agitando su brazo, saludando, hacia el mar que es el morir. Los aconteceres ocurren sin que ella pueda en realidad intervenir. Mientras fluye a ratos amarga y a la vista de los que miran, va arrastrada por la corriente de la vida, finalmente sonriendo como si no fuera para tanto. Si es inevitable, parece decir, dejemos que ocurra. Esto de tenderse en el lecho de los días y dejarse ir, atenta a los accidentados gestos de salvataje, a la probable Resistencia. Pero hay que recostarse y dejarse ir. Una sabiduría muy ligada a la humedad, como la conciencia de estar hechos de agua.
A lo mejor la frase bíblica debió ser “agua sois y al agua volveréis.”
La remota niñez parece ser un rotundo vivir sin cesuras, sin grietas. Se alude a ella como un espacio fugaz de encuentro con la unidad original. En la explanada de insistentes azules, que tanto es mar, como bosque, como vida, se sumerge la infancia como heroico brote de resistencia vegetal. El niño sabe algo que le permite correr a orillas del agua siendo uno con el oleaje, el viento, el cielo, el agua. Y llora cuando no comprende. Igual lo rozan las premoniciones pero su lazo con la realidad es indisoluble en ese breve presente.
El escritor es el niño en el desván buscando entre los trastos hasta que la realidad llama, de nuevo. El escritor espera, pero en esa labor pone sus sentidos, bebe del néctar del mundo.
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