El Circo en Llamas
CÓMO ESCRIBO
Poéticas #3: "Cómo escribo", de Gabriela Mistral. Nota introductoria de Breno Donoso.

Este texto corresponde a una conferencia realizada por Gabriela Mistral el 27 de enero de 1938 en el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo de Montevideo, Uruguay. En dicha ocasión, el director de dicho espacio educacional le pidió a Gabriela que hablara sobre su poesía y proceso de escritura.
Antes de compartir con Uds. este hermoso texto titulado "Cómo escribo", que es parte de esa intervención de la poeta, es necesario hablar acerca de la falta de prolijidad de algunas ediciones y transcripciones de la prosa de Mistral. ¡Ojo! Editores, antologadores, revisores: no han ido a la fuente de muchos de sus textos. También es conocida la dispersión de su prosa debido a los múltiples artículos que Mistral escribió para diferentes revistas y periódicos de Chile, América Latina y Europa, particularmente desde 1906 a 1957. Estas situaciones, que no necesariamente modifican el sentido y significado del contenido, sí faltan al resguardo del estilo de la escritura de Mistral: esa forma auténtica de escribir como si estuviese conversando con <<sus paisanos del Valle de Elqui>>.
¿Por qué el motivo, entonces, de estas aclaraciones? Porque "Cómo escribo" es un ejemplo de estas faltas: ha sido copiado y pegado irreflexivamente. Para esta versión que compartimos en El circo en llamas, encontramos la existencia de un audio de 1938, disponible en YouTube. Así, nos detuvimos a escuchar la grabación original, reincorporando dos párrafos y algunas oraciones que habían sido suprimidas y mal editadas, pudiendo disfrutar, al final de este texto-poética, una inédita definición sobre vida y poesía que Mistral hace mediante el comentario y lectura de su poema-fábula: "La pajita".
Me siento como un viejo cuerno lleno de voces ajenas. Me siento como una verdadera vaina de hablas reunidas; y apenas tengo esa cosa fea que se llama el acento individual: la voz que lleva un nombre, solo.
Yo escribo sobre mis rodillas, con una tablita con la que viajo siempre, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa. Escribo de mañana o de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la razón de su esterilidad o de su mala gana para mí. Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa urbana; siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me da borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles tiernos. Mientras fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, escribí, como quien dice, sobre <<la carne caliente del tema>>. Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. Todo el mundo, el aire, el cielo y la tierra se me han vuelto pura saudade. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez me deja ver realmente el paisaje y la gente extranjera.
Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera. Me irrita, en todo caso, pararme, y tengo siempre al lado, cuatro o seis lápices con punta porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho, excepto los versos. En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua, exigiéndole una tremenda intensidad, me solía oír a mí misma, mientras escribía, un crujido de dientes muy colérico: el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma. Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa: he cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío por ser demasiado enfático. No me excuso sino en aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llamaba Don Miguel el vasco, la <<lengua conversacional>>. Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aun así se me quedan bárbaros. Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible, queda en lo que hago, sea verso o sea prosa. Escribir me suele alegrar, siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Ando trayendo la sensación de haber permanecido por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.
Cuando hago alguna poesía, es como si estuviera casada con las criaturas, casada con el mundo.
Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalarme espacio, y este apetito de espacio lo tienen mi vista y mi alma. En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo en la calle, o siguiendo los ruidos de la naturaleza, que todos ellos se me funden en una especie de canción de cuna. Por otra parte, tengo aún la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos. La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma; pero la poesía ajena mucho más que la mía. Ambas me hacen correr mejor la sangre; me defienden la infantilidad del carácter, me aniñan y me dan una especie de asepsia respecto del mundo. La poesía es en mí, sencillamente, un rezago, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta no sé de qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano castigado y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.
Y a propósito de la infancia, pensaba: qué definición sería la que yo pudiese dar de la poesía, y pensando en eso he escrito un poema en que habla un niño, y el niño habla de algo que tiene metido en el ojo. Yo creo que cuando nacemos, los que vamos a hacer versos traemos en el ojo una viga atravesada; esa viga atravesada nos deforma, nos transfigura todo lo que miramos, y nos hace para toda la vida antilógicos y antirrealistas -el llamado poeta realista no existe-. De manera que esa viga nos hace ver amarillo lo que es negro, y nos hace ver redondo lo que es cuadrado, y nos hace caminar entre una serie de disparates maravillosos. Dicen que, al morir, la mayor parte de los agonizantes llora una lágrima, una extraña lágrima que cae con mucha lentitud. Yo creo que la viga del ojo del poeta no se va sino en esa última lágrima del agonizante. Entraremos así en el paraíso o donde sea, con el ojo limpio porque ya en otra parte no nos serviría de nada una viga que nos transfigurare las cosas.
Voy a decirles esa pequeña poesía que habla de la viga en el ojito del niño, se llama:
La pajita
Y esta escrita en la lengua folclórica de nuestro pueblo chileno que cuenta de una curiosa manera, diciendo <<esta que>> o <<o este que>>:
Esta que era una niña de cera;
pero no era una niña de cera,
era una gavilla parada en la era.
Pero no era una gavilla
sino la flor tiesa de la maravilla.
Tampoco era la flor sino que era
un rayito de sol pegado a la vidriera.
No era un rayito de sol siquiera:
una pajita dentro de mis ojitos era.
¡Alléguense a mirar cómo he perdido entera,
en este lagrimón, mi fiesta verdadera!