El Circo en Llamas
CONSTRUIR UN TEMPLO EN MEDIO DE LA NADA
Epílogo a la novela Olvidarlo todo (Inubicalistas,2021) de Fabián Riquelme Csori.
Por Jonathan Opazo

Detrás de las ruinas de la villa San Luis, en Las Condes, hay unos edificios horribles que parecen representar el espíritu de Sanhattan o, por extensión, el de Chile posdictadura: rectangularmente toscos como un celular antiguo, llenos de vidrios que espejean el sol y el cielo plomo de esmog de la gran capital, apilados sin armonía alguna para transformar el horizonte en algo así como una dentadura en mal estado. Para el que no sabe —las operaciones de desmemoria de este país son sumamente efectivas—, ese conjunto habitacional abandonado fue uno de los tantos proyectos que la Unidad Popular puso en manos de Miguel Lawner, premio Nacional de Arquitectura y una de las tantas figuras tutelares que sobrevivieron a la debacle militar del 73.
Ese conjunto habitacional tenía por objetivo disminuir el déficit de vivienda social del país e integrar a sus habitantes al centro de la ciudad. Pero llegó el golpe. Tomo estas palabras de una entrevista que dio el arquitecto Yves Besançon a un medio local: «[los habitantes de la villa San Lui] Fueron desalojados de una manera violenta, horripilante, incluso en camiones de basura. Los dispersaron en distintos terrenos, sin importar que incluso familias quedaran divididas. Al amanecer hubo gente que caminó cuadras de cuadras tan solo para preguntar dónde estaban. Fue una violencia institucionalizada sin ningún sentido, un error que nunca debió haberse cometido».
Mientras eso ocurría, un centenar de militantes de izquierda y civiles simpatizantes de Allende eran encarcelados, fusilados, enviados al exilio o torturados de forma atroz para acabar con el proyecto popular y restaurar —esto aparece en varios documentos institucionales de la época— la «cultura occidental cristiana».
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El oficio del arquitecto está hermanado con las ruinas y en el caso de Lawner esto parece cumplirse a cabalidad: luego de ser tomado prisionero durante la dictadura y ser relegado a la Isla Dawson, es obligado junto a los otros presos a talar cipreses de las Guaitecas para la instalación de postes. La cercanía del campo de concentración con la iglesia de Puerto Harris le da a Lawner una idea que logra convencer a los militares a cargo: utilizar esos cipreses para reconstruir la iglesia. El edificio había sido construido por una misión Salesiana a finales del siglo diecinueve, abandonada y vuelta a reconstruir y otra vez abandonada hasta la llegada de los presos políticos. Además, los trabajos en el edificio despiertan en Lawner un interés no explorado por el dibujo a mano alzada, cuya técnica desarrolla en medio del encierro y le permite dejar testimonio de su paso por ese lugar infame. Contra el dominio del horror y la muerte, los prisioneros invierten el castigo bíblico —«te ganarás el pan con el sudor de tu frente,/ hasta que vuelvas a la misma tierra/ de la cual fuiste sacado» (Gén 3:19)— y trabajan para sobrevivir, para aplacar el sufrimiento, para evitar caer abatidos a la misma tierra de la que fueron sacados como diciendo: el polvo son ustedes, nosotros somos piedra y sobreviviremos.
Habrase visto gesto más grande de amor a la vida: reconstruir un templo en medio de la nada.
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Hasta ahí los hechos. La memoria de los hechos. La rea, la rea, la realidad. Aunque parece que la ficción —gemela incómoda de la historia— tendría poco que decir, esta primera novela de Fabián Riquelme se permite contradecirnos de diversas maneras. En Olvidarlo todo el personaje principal es y no es Miguel Lawner. La voz que narra, la voz que escuchamos con los ojos, no tiene nombre. Sus contornos parecen no estar definidos, no hay un adentro y un afuera: todo él es el campo de concentración. Pero allí, al borde de la deshumanización, el personaje resiste. Ante la opción de quebrarse en mil pedazos, de humillarse ante los verdugos, una vida se abre paso en toda su potencia posible. Frente al imperio de la muerte y el silencio de los sepulcros, vivir, estar vivo: «El hombre acepta el viento con una mezcla de resignación y respeto, pero se resiste a participar en su coreografía. Pisa con fuerza. Pisa dejando huellas en la nieve. Su cuerpo camina levemente inclinado hacia adelante, con una mano aferrada a su orinal y la otra oculta en el hondo bolsillo de su Montgomery», escribe Riquelme.
La división en cinco episodios —Los objetos, Los cautivos, Los celadores, Sigo mismo, Los fantasmas— le permite al autor ir modulando las voces que arman y desarman al mismo tiempo esta historia de prisión política contada desde una óptica personalísima: diríase que antes que buscar una verdad en el testimonio, Riquelme se permite llenar los huecos del relato histórico con una imaginación rica en descripciones. El paisaje de la Patagonia es también un personaje, vuelve los días irreales con su hostilidad austral y fría. Sopla y sopla en las islas del fin del mundo como sopla en El caballo de Turín de Béla Tarr, por ejemplo, donde la casa medieval, el caballo y sus dueños son azotados por ráfagas demoniacas.
Y frente a la inmensidad del paisaje, construir. Ante el vértigo de lo infinito, ampliar lo posible. Reconstruir. Volver a poner en pie aquello que ha sido dejado a merced de la erosión. Riquelme lo escribe así —me permito citarlo aunque ustedes ya lo leyeron—: «El hombre se propone restaurar esa obra creada por alguien que ya no existe. Tampoco existen ya sus planos. El hombre no cuenta con las condiciones mínimas para trabajar de la manera más eficiente, pero es competente y tiene experiencia en esforzarse por recuperar lo que parecía perdido. Años de experiencia adquiridos en otro lugar y en un pasado remoto que se esfuerza por rescatar del olvido. Años de experiencia de otro lugar remoto para rescatarlo del olvido. Experiencia remota para un rescate. Rescate remoto. Olvido».
La escritura como posibilidad de imaginar los recuerdos de otros que se han esforzado en no ser olvidados, esa podría ser la política de esta novela. De allí también su incompletitud, su fragmentariedad, que asume también que los espacios en blanco son necesarios para que el lector entre a completarlos. Olvidarlo todo está lejos de ser una historia digerida escrita para transformarse en un souvenir de una izquierda melancólica. Diría más bien —puedo equivocarme, por supuesto— que hay una poética del trabajo y los oficios como una forma de resistir al terror organizado.
Es también la función que cumple el dibujo en la novela. Riquelme lo narra bien: «Y mientras el dibujo iba apareciendo en la hoja, fiel a la realidad, más nítido que cualquier otro sueño, supe que eso que dibujaba al mismo tiempo iba desapareciendo en el otro lado del mundo, allá donde nació el recuerdo. Después lloré y me asombré por eso, porque pensaba que también había olvidado cómo llorar. Y ese fue mi último recuerdo». Llega un punto en que olvidar y recordar se vuelven dos movimientos que se cruzan y mezclan hasta difuminarse: un hombre dibuja para dejar sus recuerdos en alguna parte y poder olvidar, pero el olvido hace lo suyo también con el lugar que recuerda y así. Recuerdo y olvido como un juego de cajas chinas.
Para el volumen que tenemos entre manos, Miguel Lawner donó algunas fotografías de sus dibujos que están conservadas por el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Lo inquietante es cómo la novela dialoga con las imágenes hasta el punto de hacernos sospechar que Riquelme en realidad escribió una écfrasis de estas estampas. He ahí la riqueza de su relato: cuando miramos la ilustración de los prisioneros levantando un poste nos encontramos con la misma intensidad expresiva con que Riquelme hacer hablar al paisaje. Aunque el régimen de las imágenes y el de los textos reclaman para sí sus propias reglas de análisis, en Olvidarlo todo hay un diálogo por lo bajo fantasmal. Como el cuento de Borges, esta novela podría llamarse La memoria de Lawner, con Riquelme protagonista de una suerte de metempsicosis: un día, sin saber cómo, su imaginación se pobló de recuerdos que no son los suyos. La novela —entonces— como conjuro.
Otra de las ilustraciones muestra a los prisioneros en su barraca ordenados en fila. Lawner agrega un texto a la ilustración, «El discurso de Weidenlaufer. Oficial del cuerpo de infantería de la marina». El texto es inquietante y brutal: «Prisioneros: ustedes tendrán que olvidarse de lo que eran antes. Vean lo que son ahora. Cualquier conscripto vale cien veces más que ustedes. Chile no necesita intelectuales vagos, ociosos como ustedes. Chile necesita soldados y haremos de ustedes soldados cueste lo que cueste». La escena nos recuerda a la escena inicial de Full metal jacket de Kubrick. Pero acá no hay cabida para el humor antibélico. Weidenlaufer no está hablando: está siendo hablado por el proyecto fascista de los militares chilenos. Es apenas un ventrílocuo de la Lengua de la Dictadura. El dibujo está fechado en marzo de 1974, por lo que se remonta a los primeros años del terror, tal vez los más crueles.
La sobrevivencia de estos dibujos, junto con el poema de Víctor Jara antes de ser acribillado o los libros de Quimantú que salvaron de la hoguera, están ahí como las piezas de un templo que cada cierto tiempo hay que reconstruir. Fabián Riquelme nos entrega esta, su propia viga de ciprés, para que sigamos en la faena.