El Circo en Llamas
CUECA LARGA DE CHILE, SIN PAÑUELO Y CON TRES VUELTAS
Ensayo inédito sobre memoria y exilio.
Por Soledad Bianchi

Soledad Bianchi estuvo alrededor de 12 años en París. Gracias a la solidaridad francesa para con lxs exiliadxs, encontró trabajo como profesora en la Universidad de Villateneuse, principalmente debido a las gestiones de Monique Roumette, profesora de literatura hispanoamericana que además participaba en Solidarité, célula comunista y anticolonialista nacida durante la Guerra de Argelia, que funcionaba desde la clandestinidad para apoyar movimientos de resistencia como el de Chile bajo dictadura (su fundador, Henri Curiel, sería asesinado en 1978). Décadas después, Roumette le propondría a sus compañeras de militancia, Angela Arruda y Cinta Freire Cordier, hacer un libro que fuese testimonio coral de aquellos años de lucha y de amistad en torno a un gesto de resistencia común. A pesar de no haber sido militante de aquella célula, Roumette invitó también a Soledad Bianchi al proyecto. El libro sería editado en 2015 con el título Carnet de route à quatre voix.
Si bien el ejercicio docente y el estudio eran una mejora dentro de las arduas condiciones del exilio, no fueron eventos que, para Bianchi, iniciaran un ciclo de normalidad. La inquietud, la sensación de “inutilidad”, la llevó a dedicar muchas horas a la militancia, que se manifestarían, por ejemplo, en su trabajo dentro del Consejo de Redacción de revista Araucaria. “Cueca larga de Chile, sin pañuelo y con tres vueltas”, es un testimonio que se escribió para el libro pensado por Roumette, pero que excedió por mucho la petición inicial, y que pareciera reflejar, en ese exceso, la necesidad de relatar esa inquietud, esas impresiones del exilio que se guardaron frente a lo enorme de las circunstancias.
El texto completo abarca desde el acontecer político de los días de escritura, el fallecimiento de Pierre Dubois y las movilizaciones del 2011, hasta los instantes previos al Golpe, y de allí hacia la larga curva de la vida en el exilio. “Irrecuperable es, en efecto, aquella imagen del pasado que corre el riesgo de desaparecer con cada presente que no se reconozca aludido en ella”, escribió Benjamin. En este relato, Bianchi se empeña en rescatar esa imagen del pasado para los días en marcha.
A continuación, presentamos un fragmento del texto inédito.
“ANDUVIMOS COMO LOS HIJOS QUE PERDIERON SIGNO Y PALABRA”[1]:
Al despertarnos el miércoles 12 de Septiembre, la pesadilla proseguía y supimos que era real… y que recién comenzaba. Ese día no hubo actividad alguna pues el toque de queda se prolongó más de 24 horas. Ese día no hubo actividad… civil alguna, y no sólo en Santiago. Chile era un país ocupado por los militares y las “fuerzas de orden”. La ciudad casi desierta y detenida por completo, les posibilitaba ejercer el poder absoluto, la violencia sin límites. No había calma en ese silencio, cortado, a veces, por ráfagas de ametralladoras o por el traqueteo penetrante de las hélices de los invasivos helicópteros.
Unos pudimos permanecer en nuestros domicilios. Otros buscaron seguridad fuera. Queríamos saber, necesitábamos comprender cómo de un instante a otro pasamos a ser derrotados y cómo se había deshecho y desplomado nuestro mundo, sus valores, sus normas, su vocabulario. No había nada que preguntar, ¿a quién? Más valía callar. Habría que reinventarse. Me veo telefoneando incesante, a pesar de creer que los teléfonos estaban intervenidos y que desde los helicópteros podían enterarse de lo que sucedía en cada hogar… Y corrían voces y aumentaban los rumores y terrores mientras el único sonido era la voz (del) general, la voz (del) oficial de los bandos radiales que llenaban las casas y se repetían una y otra vez, más amenazantes en cada ocasión. Y querer mirar con disimulo cerca de las persianas o de las cortinas; y algunos tiros y explosiones; y unas botas que pisaban firmes y seguras en la calle, tras la ventana, como acercándose…; y una breve carrera terminada abruptamente; y algún alarido solitario que se perdía como una hilacha cuando “… llegaron los helicópteros y los helicópteros / se establecieron desde allí hasta siempre / girando y zumbando como tábanos / de acero los helicópteros / girando sobre nuestros cerebros, zumbando sobre nuestros cerebros”[2] . Y corrían voces y aumentaban los rumores y terrores pues alguien había divisado un muerto flotando en el río Mapocho, pero otro desmentía la cantidad y señalaba que eran muchos los cuerpos ensangrentados y arrastrados por las aguas; que se estaba persiguiendo y deteniendo a centenares, a miles de hombres y mujeres; que se estaba fusilando; que en los allanamientos de fábricas y de residencias particulares primaba la arbitrariedad y no se respetaba a nada ni a nadie; que un antiguo conocido había llegado vestido de milico y se jactaba, soploneando; que se habían bombardeado poblaciones, que la violencia e irracionalidad se imponía, y ya comenzaban a conocerse nombres de adherentes a la Junta de Gobierno, se unían a Roque Esteban Scarpa, antiguo Director de la Biblioteca Nacional, el primer civil que hizo escuchar su voz de apoyo por la radio... Por el estado de sitio se justificó la más estricta censura. Y así, sin pausa…
Y a la mañana siguiente, el jueves 13 de septiembre, en la primera plana de los únicos dos diarios que podían circular, se llamó a la delación y se ofrecía dinero si se entregaban noticias de los paraderos de algunos de los protagonistas políticos más… odiados. Por su lado, la incertidumbre y el horror provocó una suerte de avalancha de cosas que se depositaron en las cunetas de muchas calles: docenas y docenas de discos, de revistas, de libros, de afiches, folletos, volantes, expedientes, insignias, estatuillas, banderolas, adornos, de-un-cuanto-hay del “santoral” e imaginería de izquierda; todo lo que, hasta ayer, era legal, bienvenido y común-y-corriente y que hoy, sin discusión posible ni racionalidad alguna, sin poder aclarar ni justificarse, era rechazado, ilícito y ponía en peligro. Esa foto de soldados chilenos quemando obras, impresos, gráfica y más documentos, fue la mejor tarjeta de presentación para darse a conocer y evidenciar que nada los detenía y que nada les importaba que se hubiera criticado a los nazis que ya habían encendido esas mismas hogueras tres décadas y media antes. Mientras tanto, los almacenes amanecieron abarrotados de alimentos y de todos los productos que escaseaban y de cuya falta se había culpado al gobierno depuesto.
¿Dónde ir sino reiterar la cotidianidad de hacía años, de hacía meses, del día a día, hasta sólo dos jornadas atrás?, pero esa cotidianeidad -antigua de sólo dos días- había quedado petrificada en otra era, un tiempo, una realidad y una época que hoy ni siquiera era posible mencionar con nuestro vocabulario -antiguo de sólo dos días-, pero ahora repelido y descartado como si fuera residuo de barbarie; con nuestros gestos, con nuestros ímpetus, hechos, opiniones, principios, utopías, virtudes y errores -antiguos de sólo dos días-, pero totalmente obsoletos, como si fueran despojos de una cultura despreciable, ruinas de una civilización que nunca hubiera existido. ¿Qué fuimos?, ¿qué éramos en ese mismo momento en que estábamos en la calle, ahí, justo en la vereda del frente al Pedagógico, cerrado para nosotros, que sólo ayer trabajábamos allí, que sólo ayer podíamos hablar, que sólo ayer podíamos actuar? Ahí estábamos, una y otra vez, durante semanas, los ex-partidarios del ex–Presidente Allende, los ex-militantes de un ex–Partido de la ex–Unidad Popular, así nos nombraban, ahora, las nuevas autoridades, los vencedores, haciendo temblar nuestra identidad. Ahí estábamos, una y otra vez, nosotros, los ex–profesores, los ex–estudiantes, los ex–funcionarios (“no académicos”, les decíamos entonces) del Pedagógico, ahora ocupado por soldadesca con y sin uniforme pues a los militares se les habían unido los miembros universitarios oponentes de la Unidad Popular, celebradores del Golpe de Estado. Empeñados en una re-estructuración que llevó a la expulsión masiva de enseñantes, alumnos y administrativos y a la suspensión de carreras como Sociología y de ciertas materias y enfoques, las clases no se reanudaron hasta Marzo de 1974 o quizá después. Profesores de la Escuela de Derecho fueron nombrados fiscales, debían acatar órdenes castrenses (“las preguntas nos las da Inteligencia Naval, y yo me permití responder por ti, y dije que no tenías militancia”, me dijo Irma Césped, Profesora de Literatura Española, allí y en la Universidad Católica de Valparaíso –donde yo también impartía Literatura Chilena-, mintiendo para guardarse las espaldas, sabiendo que yo estaba al tanto que ella misma había militado hasta hacía dos o tres meses). Tan sólo la vanidad logra explicar posturas tan incomprensibles como que el –ya entonces- conocido poeta Nicanor Parra aceptara ser Director del Departamento de Física en una institución que, en esos momentos, no era autónoma y, en parte por esto mismo, había perdido todo el prestigio que la Facultad de Filosofía y Educación había tenido en la historia de Chile.
Y así, el tiempo siguió transcurriendo. Hubo personas que donaron joyas para la “re-construcción nacional” (creo que RE-, junto a EX-, fueron los prefijos más utilizados entonces). Hubo personas que pusieron en riesgo a sus vecinos o a terceros, inventándoles cargos, simplemente porque no los estimaban. El 4 de octubre de 1973, iglesias cristianas y (parte de) la comunidad judía creaban el Comité Pro Paz para defender a los perseguidos. Se supo que el Estadio Nacional, el Estadio Chile y algunos otros de provincias estaban siendo utilizados como prisiones, tal como algunas islas. Se dio a conocer que los ministros de la Unidad Popular y otros dirigentes estaban presos en la Isla Dawson, más al sur de la austral Punta Arenas. Tampoco se ocultaba la aplicación de torturas: difundirlas era extender la inseguridad y el pánico paralizantes, difundirlas era una secreta amenaza. Como para restarle méritos, se difundió que el Presidente Allende se había suicidado, como si su digno suicidio no fuera un asesinato. Mientras tanto, las Embajadas se llenaban de asilados. Los exonerados de sus trabajos sumaban miles…
Y seguíamos paseándonos día tras día por un trecho de Macul, los de Castellano y de Matemáticas, de Química, Educación de Párvulos, Bibliotecología y de otros Departamentos, juntos y separados; los comunistas, los socialistas, los del MAPU, los miristas, los independientes de izquierda, cruzándonos, juntándonos, en (encubiertas) reuniones, en grupos (encubiertos) o solos. Y una mañana, desde dentro, llegó una consulta ¿o era una acusación? Preguntaban si entre nosotros estaría Fedra Kusulas Torrézuriz, secretaria de Graciela Uribe Ortega, la Secretaria General de la Sede Oriente. Dignos e ingenuos, se decidió que ingresara a responder por su inocencia y probidad, para convencer, además, del recto manejo de esa administración, que ella conocía tan bien. Pasaban las horas y como Fedra no regresaba, Chela solicitó permiso para entrar a acompañarla. Pocos minutos después, frente a nosotros pasó un vehículo universitario llevando a nuestras amigas. Las condujeron directamente al Estadio Nacional. Quedaron detenidas por meses, sin derecho a reclamo ni defensa, como todos los presos de ese tiempo. (Por casualidad, una vez, escuchando un relato de prisión, estuve segura que esta Fedra -grande, atractiva, valiente y leal-, era la misma que Angela, mi amiga brasilera, recordaba cuando ambas coincidieron en ese centro de detención y muerte).
No sé si continuamos exponiéndonos (en su doble sentido de “mostrarse” y “arriesgarse”) con nuestras caminatas, después de esta “lección” de prepotencia y arbitrariedad, que no dejaba dudas sobre quién tenía el poder y cómo lo ejercía. No obstante, nuestro candor o necesidad de negar o falta de visión política o… la yuxtaposición de todos estos factores, me impide olvidar que quizá a un mes o dos del Golpe, llegó la orden partidaria de entregar, secretamente, a nuestros colegas, unos volantes que “exigían” que la “autonomía universitaria” fuera repuesta. ¿Reclamar ”autonomía universitaria” en un país sin libertad alguna? ¿Reclamar ”autonomía universitaria” con posterioridad al bombardeo de La Moneda y a la clausura (momentánea, por lo menos) de todas las universidades y al nombramiento de militares como Rectores? ¿O estaba bien reclamarla para traer a la memoria algunos principios democráticos básicos? No tengo respuesta… las preguntas quedan en el aire…
Sí sé que el tiempo pasaba y el espanto seguía. Se sospechaba / sospechábamos / yo sospechaba de todo y de todos. Sabíamos muy poco de lo que realmente sucedía. Los rumores no callaban. A veces, desde lejos nos enterábamos de nuestra propia realidad, gracias al cotidiano “Escucha Chile”, de Radio Moscú (que se inició el mismo 11 de septiembre), y de programas en Radio Berlín Internacional, Radio Praga y Radio Habana Cuba, y por noticias –orales y escritas- desde otros países.
Sí sé que el tiempo pasaba y el espanto seguía, pero con espanto y, a pesar de los horrores, la cotidianeidad, poco a poco, comenzaba a imponerse. A seis meses exactos del Golpe de Estado –un soleado 11 de marzo de 1974- conocí al pintor Guillermo Núñez, quien hasta hoy es mi “compañero” de vida (y no quiero variar la palabra “compañero” a causa de su poderosa carga; la palabra “compañero”, ahora (casi) en desuso, seguramente a causa de su poderosa carga). Sé la fecha precisa porque la recalcó la cadena radial obligatoria que había entonces. Creo que si no hubiera encontrado algunos apuntes de esa época, no la recordaría, ni puedo afirmar su frecuencia: ¿sería diaria, semanal o para las efemérides? Tampoco puedo asegurar hasta cuándo se prolongó.
Mientras tanto, en Marzo de 1974, en el Pedagógico se darían a conocer los resultados de los simulacros de Concursos Académicos que, aparentando suma “legalidad”, habían sido llamados para proveer los cargos / “nuestros” cargos, declarados vacantes por “decreto ley”, aunque “legalmente” teníamos contratos “de planta”, es decir, por vida, pero eso era ayer, antes de, antes que fuera el Golpe (así se observa hasta hoy, de modo impersonal, sin atribuir responsabilidades, como si se aludiera a un terremoto o un huracán, de efectos tan cercanos al planificado y dirigido Golpe Militar). Se pretendía comenzar el año académico (que en el Cono Sur empieza ese mes) re-iniciando las clases de la reestructurada Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, intentando regularizar sus actividades -detenidas desde el 11 de Septiembre de 1973- y seguir normalizando el día a día de la ciudad, del país. Como disciplinada militante, participé de la formalidad y superando en antecedentes a muchos que obtuvieron puestos, fui rechazada de permanecer en la cátedra de Literatura Hispanoamericana y Chilena. Ya no habría más pagos (¡seis meses por un trabajo que no se hacía!) fuera del recinto, al que –lo recuerdo– se nos permitía acceder como si, indeseables, fuéramos pestilentes portadores de una enfermedad contagiosa.
En la Universidad Católica de Valparaíso y después de haber estado suspendida por varios meses de ejercer la docencia en el área de Literatura Chilena, se me autorizó a enseñarla. Entonces, mis viajes semanales al puerto se reanudaron. Muchas veces aproveché de ser y servir de contacto y correo entre una abogada comunista y sus parientes cercanos y sus amigos. Asilada en la Embajada de Alemania, donde yo ingresaba a visitar al padre de una amiga, también protegido allí, Olga Morris Barrios tenía varios hermanos y una hermana, todos muy comprometidos políticamente; todos perseguidos de modo brutal. Uno de los menores, Mario Morris Barrios, había sido fusilado a sus 27 años, en octubre de 1973, cuando recién llegaba al norte como funcionario del Departamento de Investigaciones Aduaneras. Recuerdo a su madre, doña Olga, pequeñita y triste, pero entera; recuerdo “su excelente mano” y el tomaticán que preparaba, una delicia, además, para la vista pues el rojo del tomate y la transparente cebolla y los bastones de papas casi blancas contrastaba con el amarillo de los granos del choclo y el oscuro color de la carne.
Recuerdo haber escalado y conocido cerros, ubicando a sus parientes. Estoy casi segura que ella vivía con su nieto Francisco, hijo de Olga, un rubiecito de unos diez años, quien también había sido apresado, para amedrentar a sus mayores. Con el tiempo, ambos partieron a Alemania a juntarse con Olga. Como tantas, esta familia se desintegró y dispersó por diferentes países. No sé si alguno de ellos pudo permanecer en Chile. Aún en tierras alemanas, antes del fin de la dictadura, doña Olga murió, Francisco no pudo resistirlo y, a los pocos días, decidió acompañarla y, con 25 años, se silenció para siempre, como tantos otros chilenos que no consiguieron soportar el exilio.
Y en Santiago, en mayo, el 3 de mayo de 1974, a Guillermo lo tomaron preso por haber acogido a un buscado que, a su vez, había caído. Estuvo cinco meses incomunicado, con los ojos vendados en los subterráneos de la Academia de Guerra de la Aviación. Les toleraban levantarse la venda por cinco minutos… para que no quedaran ciegos. Nadie podía visitarlo. Le estaba permitido comunicarse por escrito con sus familiares más próximos. Sus cartas, breves por mandato, ya leídas y revisadas, muchas veces censuradas y con fragmentos borrados, llegaban al Ministerio de Defensa. A través de un amigo común, yo, una desconocida para la parentela Núñez, podía saber algo sobre él, muy de vez en cuando. Como si todo fuera normal, con altísimo “legalismo”, cuando fue liberado, se le otorgó este documento escrito a máquina:
“CERTIFICADO
En Santiago, a nueve de Octubre de mil novecientos setenta y cuatro, certifico que con esta fecha ha sido dejado en libertad condicional, con la obligación de concurrir a firmar el libro de reos excarcelados de la Fiscalía de Aviación, Ministerio de Defensa Nacional y bajo el apercibimiento de que en caso contrario se despachará orden de aprehensión en su contra, LUIS GUILLERMO NÚÑEZ HENRÍQUEZ, procesado por la Fiscalía de Aviación en Tiempo de Guerra, causa Rol N°84-74.
(firma) CARLOS GARCÍA MONASTERIO
Comandante de Escuadrilla (A)
SECRETARIO.”
Sobre la firma, un timbre circular: “Fuerza Aérea-Fiscal-Fiscalía Aviación en Tiempo de Guerra-Comando de Combate.
Ya libre, de inmediato, Guillermo comenzó a mirar, recortar, hacer esbozos, rescatar, mirar, recordar, rayar, dibujar, improvisar, pintar, escribir..., mirar. El compromiso lo empujaba: no quería enmudecer los abusos conocidos a pesar de la venda, se sentía solidario con quienes aún permanecían en el encierro. Y comenzaron los preparativos para varias futuras exposiciones: entonces, sobre diferentes soportes, cualquier imagen, cualquier figura –ajena o propia- podía cargarse con el lastre de la responsabilidad (¿de la culpa?), volviéndose dolorosa y lastimadora. Nada nuevo para quien siempre había dibujado y pintado contra la violencia y la crueldad y la injusticia, mostrándolas, fuera donde fuera: en Argelia, Vietnam, Estados Unidos, en América Latina y en Chile, sin duda. Nada nuevo, sólo que, ahora, Guillermo no era sólo observador sino que, además, era víctima y testigo (testigo “incompleto”, no obstante, para Agamben, por ser sobreviviente). El papel y la pintura también le fueron útiles, y con pinceladas blancas, y de muy pocos otros colores, dibujó danzas macabras, danzas macabras sobre hojas negras, cuasi radiografías del horror, grafías casi, bocetos de la bajeza –que había visto y vivido- donde torturador y torturado se asemejan. Aún había más: las jaulas, reales, de palitos y alambres, que compramos juntos en La Vega. Con un secreto guiño a Duchamp, Guillermo se entremetió en ellas y cada objeto se volvió único al ser invadido por otros objetos y, también, por conceptos y por palabras que mostrarían y demostrarían (a otros, a los otros) la autonomía de esta serie cuando fuera exhibida.
Fueron cinco meses, tensos e intensos. Después de la firma semanal del viernes, íbamos, por lo general, a un cine: la vida continuaba. Las películas vistas deben haber sido muchas y más recientes que Hiroshima, mon amour, de Marguerite Duras y Alain Resnais, de 1959. Tal vez por sus reflexiones sobre la memoria y el olvido; tal vez por los ambientes de ruinas, ausencias y dolor; por su belleza, indudablemente, es la única que tengo grabada.
Mi contrato de Instructora de la Universidad Católica de Valparaíso fue caducado en marzo de 1975, y cesaron mis idas a esa ciudad. Curiosamente, no hace mucho encontré mi “renuncia voluntaria” a esa institución, exigencia frecuente de las autoridades de esa época para escabullirse de las denuncias por las numerosísimas expulsiones laborales por razones políticas o por simple arbitrariedad. Curiosamente, en este mismo instante, la tengo ante mis ojos… y la leo…
Las exposiciones de Guillermo iban tomando forma y había cuatro ya preparadas. Amigos opinaron dosificarlas y parcelarlas, una tras otra. Las jaulas abrirían el ciclo, sería la primera inauguración, y fue clausurada a las pocas horas de comenzar, en marzo de 1975.
"¡Qué va a estar desaparecido su marido, señora, si se debe haber ido con otra!", hostigaban burlones funcionarios embromando a modestas mujeres, en las colas del Servicio Nacional de Detenidos (¡!), en los locales del clausurado Congreso Nacional. Mientras, en la Cruz Roja, solicitaban regresar después de veinte días, "plazo legal de desaparición". A su exacto término, una voz anónima previno que Guillermo estaba en Tres Alamos, uno de los lugares de detención en Santiago. Después, lo trasladaron: vendrían otros meses con idas a la zona de Valparaíso, a Puchuncaví, un pueblo que cambió con la llegada de los Infantes de Marina y sus superiores, “guardianes” del centro vacacional –construído en el Gobierno de la Unidad Popular para ser usado por trabajadores-, transformado en campo de encarcelamiento (como varios otros), y tanto “se modernizó” Puchuncaví con la llegada de los Infantes de Marina y sus superiores, que llegó a tener prostíbulo… Vendrían otros meses de trámites, dolor, solidaridad, visitas a Tres Alamos, amor, humillantes controles, esperanzas, risas, temores, y el desgarro de la expulsión a Francia de Guillermo, cuya muestra de arte lo volvió “peligroso para la Seguridad Nacional” (sic). Él partió el 30 de julio de 1975 desde ese campamento de detenidos hasta el aeropuerto en un radiopatrullas, vigilado por carabineros con metralletas, hasta el mismo momento de dirigirse a embarcar. Yo había elegido, y aceptado, acompañarlo y pudimos irnos juntos, después de muchas discusiones mías con organismos de refugiados. La foto tomada, caminando uno al lado del otro, por la losa, hacia el avión, evidencia tal felicidad que jamás podría sospecharse que el pasaporte de ese reciente ex-prisionero, decretaba: “Válido sólo para salir del país”. Recuerdo que cuando el Air France hizo una escala en Buenos Aires, la misma azafata nos sugirió no descender. Era el tiempo en que los crímenes de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) y de la “lucha contra la subversión” estaban en pleno desarrollo y su violencia ya hacía imaginar que pronto se extendería, sin límites, el terrorismo de estado, como sucedió con posterioridad al Golpe Militar del 24 de marzo de 1976.
Llegamos a París el jueves 31 de julio de 1975 y mientras unos amigos nos encaminaban al hotel donde podíamos permanecer una o dos noches, cerca de Place d’Italie, en la autopista, la cola de autos era interminable, era el fin de un mes de vacaciones y el inicio de otro. Nuestro anfitrión, el OFPRA –Office Français de Protection des Réfugiés et Apatrides- nos facilitó la llegada y, durante un tiempo, la estadía. Nos correspondió un albergue de acogida en Carrières-sur-Seine, en Yvelines, a 12 kilómetros de París, donde podíamos llegar en tren, que nos dejaba en la Gare Saint Lazare. Doce kilómetros que tuvimos que caminar una noche, cuando después de cenar en París, donde una amiga franco-chilena, en una de los pocas salidas nocturnas que hicimos desde el foyer, llegamos a la estación a segundos de la partida del tren. Guillermo corrió y me esperaba, lejos, en el andén, a los pies del último carro. Yo no conseguí llegar y ambos vimos al tren a-le-ján-do-se, len-ta-men-te, me-nos len-ta-men-te, des-pués, y ca-da vez más rá-pi-do hasta que lo perdimos de vista. Demoramos tres o cuatro horas. El tiempo helado ya comenzaba. (En el 2008, en mi segunda vuelta a París después de mi regreso a Chile, sin haber planificado una ida a Saint Lazare, llegué allí porque tenía unas horas libres y un bus 27 se detuvo a mi lado. Dudé por qué escala acceder al inmenso andén con decenas y decenas de carriles, y cuando lo alcancé, el letrero que anunciaba “Houilles-Carrières-surSeine” estaba exactamente frente a mis ojos, y un tren me esperaba).
Más que el tamaño del Foyer, su distribución o sus colores y adornos, su cantidad de pisos, de habitaciones y de moradores; más que los detalles del diario vivir: el porte de nuestro dormitorio, las comidas y sus horarios, el frío o el calor que sentí, mi limitado francés o el escaso dinero que teníamos, recuerdo las bataholas que se armaban entre los refugiados. Vivíamos, en ese lugar (decir “convivíamos” sería falso y no sólo porque no nos entendíamos los idiomas), habitantes de muchas geografías e ideologías. A las discusiones a gritos de argentinos, guatemaltecos, uruguayos, chilenos (seríamos una quincena, creo), brasileños, bolivianos, miembros o simpatizantes de todas las gradaciones de las izquierdas latinoamericanas y españolas (allí estábamos el 20 de noviembre de 1975 cuando -¡por fin!-, terminó la larguísima agonía de Francisco Franco, el Caudillo) se agregaban altercados con empujones, cachetadas, combos, reales pugilatos que pretendían superar una jerigonza de palabras en distintas lenguas y hacerse entender. Alguna vez les ayudó un poco un cubano, muy silencioso, que parecía asustado entre polacos, búlgaros, vietnamitas y rusos. Imagino que en esta guerra (nada) fría, se habrá acudido, también, al francés y al inglés, pero no se trataba sólo de una limitante lingüística pues el muro separador de los dos bandos era inexpugnable y la posibilidad de comprendernos, imposible: nosotros no les creíamos nada a los “escapados” de “los países socialistas” y sospechábamos de ellos; a su vez, ellos desconfiaban de todo lo que contábamos. Cada uno veía en su contrincante un espía, un agente… del capitalismo o del comunismo... Cuando explotaban estos desacuerdos, se limaban todas las asperezas que podían diferenciarnos -a los izquierdistas- y formábamos bloques (casi) homogéneos, sordos a las críticas y con una “fe” y un fanatismo más religiosos que políticos. Mi confianza, por lo menos, demoró en trizarse.
[1] Verso del poema “Cordillera”, de Gabriela Mistral. [2] Fragmento del poema “Los helicópteros”, de Erick Polhammer