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EL TIEMPO QUE NO ES DEL RELOJ

Presentación de La ciudad que habito (Aparte, 2021) de Verónica Zondek Por Ricardo Herrera Alarcón

Presentar un libro o hablar de él es para mí un peligro, un gesto de amistad sí, pero siempre un peligro: no sé de qué hablar, no sé cómo empezar, me complico demasiado, no creo que a los demás les suceda lo mismo, pero a mí me sucede. El problema de presentar La ciudad que habito de Vero Zondek era el riesgo de mimetizarme con la hablante o superponer mi experiencia como habitante de esa ciudad, donde pasé seis años como estudiante, y dónde decidí que la literatura y la poesía eran más que ninguna otra cosa una experiencia vital, una forma de respirar. Esa fue la primera tentación, el primer problema que tuve que sortear. Confieso que no pude resolver este punto completamente y mi arts vitae en Valdivia asomará entre estas líneas, más recurrentemente de lo que habría deseado y lo que había decidido en un comienzo. Porque también, y este es el segundo problema que he ido adquiriendo en la lectura y las escasas presentaciones en las cuales participo, es que me acerco a los textos desde mi experiencia más personal que literaria. También pensé que era una segunda dificultad abordar este libro desde mi amistad y el cariño que siento por la autora. Ese era la segunda valla que debía sortear, intentar una escritura que tomara distancia del objeto de estudio o comentario o análisis, esos textos que siempre escriben otros, con unos modelos teóricos detrás, unas citas inencontrables, cosa que yo también he practicado durante mucho tiempo, pero que ahora verdaderamente, desde hace algún tiempo, me aburre demasiado. Un tercer problema (el último) era abordar La ciudad que habito desde o en la perspectiva de la obra de la autora, cosa que siempre considero imprescindible, y cosa también con la cual corría con cierta ventaja en este caso, porque anteriormente había escrito un texto sobre Ojo de agua, su antología publicada en Lumen y que me había dado cierta perspectiva sobre la obra de Zondek, aunque ese libro juegue a rearmar la linealidad de sus publicaciones, me parecía que no era una mala manera de entrar por ese camino que suelo recorrer en mis lecturas.


En algún momento he señalado que la materialidad y los elementos de la naturaleza son esenciales en la poesía de Zondek. Este libro no es la excepción. Y no hablo de un mero viaje físico por un lugar. Es el agua quien trae a la hablante a habitar esta ciudad, el agua le hace detener ese vagabundear por el mundo y por los otros. El agua supone un anclaje, el cierre de un ciclo vital, así como el hueso, el fuego o el aire constituyen elementos constitutivos de su habitar poético. Verónica es una maestra en esto de armar analogías, de dejarse arrastrar no solo por la vista, sino también por la escucha, el tacto, por lo visible e invisible; su voz es diferente a todos en su generación, algo que en su momento celebró el mismísimo Gonzalo Rojas. La ciudad, su ciudad, es tanto materialidad como sueño y ensueño. Y esto no es juego de palabras. Algunos estudiosos de lo citadino como espacio poético/semiótico lo han visto en su mayoría asociado a las categorías del vacío y la muerte, pero en La ciudad que habito es otra la idea que se actualiza. No me atrevería a llamarla una ciudad de la plenitud, porque evidentemente no lo es, pero tampoco le es ajena a estas calles cierto respirar en paz. Aún en sus momentos de crítica y negación, el espacio al que se nos invita tiene más de amabilidad que de desconcierto, más de hogar que desarraigo.

La poética de Zondek ha ido ganando con los años una claridad que no niega su pasado de inmanencia, sino más bien lo ilumina. Cada vez más entrar en sus libros es entrar en los elementos de un azar con olor a tierra y cielo para desde allí cobijarse en los recuerdos. Me pasa con Instalaciones de la memoria, donde uno va recorriendo esos desolados vestigios de lo que fue, me pasa en Fuego frío donde todo es ventolera, me pasa en esta invitación a recorrer las calles desde su historia, pero siempre más desde lo íntimo. El pasaje II del libros es ilustrativo de aquello, un poema que parte con guiños a El mundo es redondo y se despliega luego hacia la fiesta de la naturaleza y desde allí hacia la casa. El amor por el viento en muchos tramos de esta obra supone el reconocer nuestra fragilidad frente a su omnipresencia. Y acá lo dice de una hermosa manera: “Bienvenido Señor Viento si no vuelas el techo/ si el fuego encendido queda/ y cubre de abrigo los hombros/ que hoy es día de cine en mi casa/ y quiero tocar esos cuerpos ilusorios/ y amar con tiempo y ternura ancha/ a los muy míos/ entre gallos y medianoche”. Yo leo esto y no puedo sino recordar la conciencia que uno tiene desde niño en el sur de dos elementos que en la poesía de Zondek son vitales: el fuego y el viento. Y cómo uno aprende a amar el viento porque tienes una casa donde refugiarte y allí hay lumbre y calor. Los más hermosos recuerdos que tengo de mi infancia son aquellos asociados al invierno, a la lluvia, al hogar como refugio, a la cocina a leña encendida todo el día con leña y carbón de piedra que le vendían a mi padre los muchachos que se subían a las locomotoras en marcha e iban sacando mientras el tren entraba lento a la maestranza en Temuco, que estaba a pocas cuadras de mí casa. Mi padre fue maquinista de trenes y me contaba que calentaba su marmita con comida en la caldera del tren. Y la ciudad? Y la ciudad? Y La ciudad?, se pregunta Verónica al inicio de este libro como invitándonos a nosotros, sus lectores, a responder, cómo si lo suyo fuera arrojar un poco de sal al fuego que habita en la infancia para que nosotros veamos el fuego crepitar.


La ciudad de Verónica Zondek no es el río de la historia que invierte su corriente en Millán, ni la vespasiana de Harris o la ciudad de la dictadura o posdictadura de Cuevas, sin embargo algo de ellas se respira por estas calles. Es en la sección III y lV donde la ciudad de Verónica comienza a parecerse a la mía. Y digo la mía en ese sentido de apropiación que uno tiene por los lugares en que existe o los lugares que le dieron la posibilidad de la dicha o la desdicha, de la entrega o la rabia. Digo esa ciudad mía en el sentido de ese poema de Ruiz: “las nubes (…) en el cielo/ mi cielo/ mis cielos/ sin otros cielos/ porque todo es mío”. Esa niebla que la envuelve era la niebla que yo también buscaba, no sé cómo soportaba esa niebla, soportábamos esa humedad que todo lo invadía: ahora/ en medio de sus hualves y juncos/ bebo sin sacio un jugo tan suyo/ que no otra sino la niebla/ envuelve y repuja mi juego de escondidas/ en perfecta y fantasmal geografía”. Yo creo que sí, que la ciudad se esconde y se escondía de nosotros, de todos los que la habitaban y habitan. Y uno se hace un fantasma, yo me hice un fantasma que solo podía respirar a orillas del agua: allí comía, allí bebía y me quedaba dormido a las orillas, ovillado hasta que despertaba de frió y humedad. Yo no sé si mis queridos amigos y amigas Yenny Paredes, Arturo Miranda o Andrónico Higueras tienen aún esa costumbre de vivir a la orilla de esa humedad, de los ríos que cruzaron nuestras vidas. Yo no he podido olvidarme y de alguna manera sigo allí anclado. Eso me ha devuelto la lectura de este libro, así allá me ha arrojado como si yo también fuera algo que el viento arrastra calle abajo.

Es la parte IV del libro, en mi opinión, el poema central del libro, allí se entrecruza la historia de esta “Santa querida ni tan Blanca” y la biografía personal y es también en estas páginas donde la ciudad se volvió a inundar en mi recuerdo. Valdivia es, de alguna manera, como señalara en los 90 un amigo, una ciudad al borde del naufragio: la habitamos y no sabemos cómo sobrevive y se vive y se le cruza con la imagen del 60, con la prepotencia de las inmobiliarias, el discurso vacío. Y también con esos seres y paisajes a los que Verónica da vida. Me gusta esa idea de “calar un habla”, de respirar una jerga y cantar y contar con la urgencia de un verso que se precipita al ritmo de la modernidad y la lentitud de los remos, la humedad de los hualves. “No/ no es su belleza ni sus ríos ni su gente mezclada./ Es su daño reiterado que transita las arterias/ su brillo que nace del desastre/ su vocación de Señora Condenada pero airosa/ su destrucción vital/ su incendio/ su asedio hasta el hambre declarada/ su saber que todo es humo”, dice Verónica hacia el final del libro. Esa fragilidad que proyecta el territorio es también la certeza de que todo al final se acaba, que cada vez que decimos algo puede ser el cierre de una vida, el descanso final de las aguas. Será que para eso escribimos? Será que buscamos que no nos sorprenda la muerte mudos y sin lenguaje, súbitamente blancos y en silencio? Ciudad/ isla/ mundo/ telaraña/ con estas palabras comienza La ciudad que habito, de Verónica Zondek y son palabras que no resumen sino que introducen lo que este libro es, palabras que invitan a otras palabras: ciudad es siempre universo; isla es herida y gozo; telaraña es fragilidad, refugio y para mí también juventud. Yo no quería hablar de mi juventud, pero aquí me tienen, agradeciendo a este libro que me trajera tantos recuerdos de una ciudad de la que nunca debí haber salido.



Para adquirir el libro: La ciudad que habito

Precio referencial: 8 mil

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