El Circo en Llamas
HUELLA, SILENCIO Y POEMA
Actualizado: 9 nov 2020
Una lectura sobre El poema como huella en Ximena Rivera (Ediciones Inubicalistas, 2019), de Natalí Aranda.
Por Jorge Polanco

Todo parte por un secreto.
La pieza está cerrada: me mira cuando llego, escucha mi voz, extrañado. Luego lo sigo por un pasillo hacia una habitación; los dos somos pechoños. Abre la puerta y todo es blanco. Estamos solos y no hay donde sentarse. Tuvimos que estar parados toda la conversación. Eduardo Anguita hablaba sobre sus lecturas; fascinados conversamos sobre dios y la historia de la religión, los gnósticos y Rimbaud. Las paredes blancas cubrían como un manto de nieve sueño y realidad, cada uno en su rincón.
Esta pieza vacía es la historia de un secreto, contado por Ximena sentados en El dominó, en un tiempo que parece ahora, en este momento que lo escribo, y volvió a narrarlo en el segundo piso de un bar, no recuerdo dónde ni cómo. Quizás este escenario ya no exista. Pero creo que estás acá, en estas palabras.
La visita a la casa de Anguita, la conversación sobre teología y metafísica, traducía una forma de despejar respuestas y abrir preguntas sobre sus inquietudes poéticas. Reía con esa risa que era su secreto más hermoso, y como siempre la recuerdo, como si no fuera un recuerdo, en el fondo de otro secreto, como si no hubiera muerto. Esta última frase la escribo con una sensación estomacal.
De los poetas del puerto a principios de los años dos mil, fue la primera que conocí y la persona que más me interesó; todavía la percibo como ese pasaje de silencio y amor, que demora en llegar a ser amor. Un manto de sueño que podía ser realidad, poema o alucinación. Todo mezclado en relatos místicos, pero con un fondo de pérdida. Por ejemplo, perderse en busca de un poema, irreconocible, extraviada y, a veces, enfurecida, hasta que Ximena volvía a ser Ximena con la precisión de sus versos, concisos e iluminados por la historia de un secreto silencioso, tejido de dolor y bondad
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Comienzo a delinear estas palabras con pudor. Me cuesta escribir sobre Ximena Rivera y, al mismo tiempo, responder a la propuesta de Natalí. Hay mucho silencio en los años y afecto sedimentado en el duelo. Se suma, además, que esta presentación conforma un acto de amistad poética y filosófica. A Natalí la conozco desde el año 2015; a Lucy una década antes, desde 1995, y a los tres nos une los estudios de filosofía y la escritura poética. Para qué decir Ximena…a quién todavía veo, cuando vuelvo, en algunos lugares de la ciudad con su cigarro, su sonrisa y sus sorprendentes conversaciones, que mantuvimos incluso un domingo en una inhóspita ciudad de Quilpué.
No es usual en Chile que la recepción de un texto esté a la altura de lo leído. Aunque a veces también ocurre lo contrario: los ensayos que reciben las obras son más sugerentes que estas últimas. Lo inesperado ocurre cuando las escrituras coinciden y se entrelazan en sus mutuas aperturas: Walter Benjamin leyendo a Baudelaire, Peter Szondi leyendo a Hölderlin o Celan; Hannah Arendt leyendo a Benjamin; Nadiezdha Mandelstam leyendo a su compañero Ósip; las crónicas de Joseph Brodsky sobre las poetas rusas que admiraba: Ana Ajmatova y Marina Tsvietáieva; Ósip Mandelstam escribiendo acerca de Dante y el infierno, que aludía a su propio infierno y al de su época; entre otros y otras. Estas recepciones no eran casuales, no eran simplemente una expertiz, sino que consisten en impulsos amorosos que espejean las miradas e integran a los escritores con los lectores de un modo que llegan a confundirse.
Mirar no es un asunto fácil; exige un temple y un compromiso, una forma de acendrar la experiencia entre preocupaciones que exceden las escrituras. Natalí Aranda alcanza este tejido a través de un sutil modo de aproximarse a la poesía de Ximena. Hay muchos momentos dotados de una soltura y una belleza poco común, con el filo acerado de la frase breve, vibrante y solitaria en el telar del ensayo. Hay tantos pasajes destacables que renuncio a la exacerbación de la cita en una ocasión como ésta. Uno queda con la sensación de haber vivido una mirada. Lo cierto es que la poesía requiere de esta manera de hacerse cargo y urdir la densidad de una poética como la de Ximena. La filosofía no es aquí una disciplina, sino más bien un modo de perseverar.
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Quiénes la conocemos sabemos de la sutileza interpretativa de Natalí. Este libro convoca a pensar con ella, a dialogar con su bello trabajo de escritura, a la medida de una poeta como Ximena y, más encima, desde nudos filosóficos que remontan a Heráclito, Platón, Nietzsche, Heidegger, Blanchot, Zambrano, Bachelard, Derrida, Weil, Oporto, entre otros y otras; sin nunca perder de vista la mirada a la poesía de Ximena. Esto es lo inusual quizás: presenta un modo de aproximación ejemplar -pese a los cuestionamientos que se pueden hacer a esta palabra- en el hilado entre poesía y filosofía. Pervive un cuidado en el diálogo inconcluso con los poemas; los lleva hacia derroteros que corroen los protocolos de lectura y, junto con ello, su escritura ofrece una apertura poética de los bordes entre la filosofía, la teología y, sobre todo, la metafísica. Preocupaciones existenciales que también eran las de Ximena.
El punto axial de poesía y filosofía se encuentra en la dualidad entre la cicatriz y la invención; este entrelazamiento no consiste en cercar un objeto de estudio, sino en trazar una experiencia de la singularidad del poema. En esta fisura, Natalí alcanza una interpretación fina, poética y filosófica al mismo tiempo, en la medida en que tanto Ximena como Natalí se funden en un exceso de la huella y las cenizas, del poema que no se reduce a las palabras, pero que a la vez las requiere como dación de forma. Poesía y filosofía no son dos opúsculos cerrados sobre sí; conforman continuaciones de un discurrir, desfiguraciones de los muros de contención genéricos; hebras y tonos de los pensamientos que incorporan una lírica: el excedente del delirio. Poesía y filosofía se ven interpeladas, mutuamente necesitadas, urdidas en una trama que las vuelca hacia preguntas excesivas y, a menudo, intolerables.
Dación de forma, decía, como un barco que deja su estela en las aguas; rastros donde el lenguaje recorre la huella de lo inesperado y lo irreductible, el pensamiento inaudito de lo heterogéneo, que abre implicítamente nuevas figuras en los poemas de agua (tal como querían Rimbaud y Hölderlin, poetas amados por Ximena). Natalí, incluso, responde de soslayo a la pregunta Heideggeriana, aludiendo de paso a Leibniz, pero desde la poesía: “¿Por qué este anhelo de sentido, de clausura, de unidad? (…) La metafísica de la presencia nace del orden que deseamos en el mundo. Una unidad que nos salve del ser como posibilidad infinita y nos entregue un ser delimitado y reducido a nuestro logos. El poema nace de este ser que escapa al pensamiento”. Pensamiento, diríamos, ubicado en las categorías de la lógica de la unidad, de la instancia del poema como captura, acrecentada con la racionalidad neoliberal; en lugar de estas conceptualizaciones, Natalí atisba -a través de la poesía de Ximena- el poema como invención de lo imposible, como ausencia de sujeto y falta de nombres, como un raro “silencio parlante” que murmulla detrás de las palabras, hiriéndolas. Un acontecimiento de lo inesperado.
Parafraseando a Derrida, Natalí resalta que “tras los nombres hay otros nombres que vuelven irreductible la distancia con las cosas”. Problema fundamental de la escritura: el lenguaje no tendría origen reconocible y no dejaría espacio al silencio, aunque a menudo lo busca y lo inquiere. En esta paradoja, los nombres conforman, a pesar de todo, un descalce, una huella que altera los signos. Ximena nunca llega a ser plenamente Ximena. Se escribe con lo que la palabra borra, dando cuenta de una cierta inminencia; un umbral que percibe los vestigios de lo otro, infinitamente otro. El acontecimiento del poema dejaría “habitar la cicatriz” y “la invención de lo imposible”. Este encuentro fallido con aquello que se desconoce no podría reducirse a los objetos. Y, en esta zona, es donde la escritura permite una ampliación hacia el extravío. Recuerdo justamente a Ximena hablándome de sus experiencias de pérdida, cuando emprendía sus viajes para llegar al poema. Estos destellos sin territorios aproximan los modos de la filosofía y la poesía, es decir, la brecha violenta que pervive en el lenguaje. La lírica quebrada de Ximena, agregaría, podría situarse históricamente. A pesar de la distancia que reviste con poéticas antilíricas, Natalí cita a Celan, y en aquella referencia, la continuidad entre el silencio y el murmullo se comprende como un supralenguaje imposible que la escritura busca establecer en la inconmensurable rotura del significado.
¿Cómo acontece este duelo de cenizas en el poema? ¿O será el poema, precisamente, esta experiencia de pavesas que disemina el hábito de los nombres, las definiciones y los objetos?
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Debo confesar que me inquieta algo de la primera parte del título del libro: El poema como huella. Ese “como”, específicamente, de la comparación. En la tradición retórica, la metáfora y la analogía se han superpuestos en sus usos y definiciones (Aristóteles y Quintiliano, particularmente), estableciendo vínculos metafísicos implícitos entre elementos sensibles y suprasensibles, correspondencias en la unidad de mundo, semejanzas y ubicaciones espaciales de los objetos. Vale decir, el “como” ha servido para cultivar cierto el orden del mundo y, por lo tanto, el cosmos de la soledad lírica para que sea consonante con una identidad. Pero este proceder analógico puede tener otros usos a los descritos anteriormente, a partir de la traslación de sentido cuya mudanza de contextos (creo que en Grecia los camiones de flete se llaman “metáfora”) alberga más bien una insuficiencia, una dislocación de la estabilidad; “el rodeo constante, incierto, tan mudo”, dice “Galope Muerto” de Neruda, que desde su primera comparación fallida, palpa el extravío en las referencias que poblan el mundo.
La analogía, advertía Ósip Mandelstam, busca “suplir las insuficiencias de nuestro sistema de definiciones”.
Al leer el título El poema como huella, este “como” presenta una ambigüedad: no es, no niega, indica, sospecha, que la ruta poética va hacia una huella, aunque de cierto modo lo afirma. El último capítulo aumenta esta incomodidad en una especie de afirmación en la negación ¿Deus abconditus? Sin embargo, todo el libro sigue el derrotero de lo indecible en el murmullo; puede interpretarse como la comparación de lo imposible o como las correspondencias implícitas que huyen de la representación. Es decir, merodea la carga histórica y cultural del símbolo (Jung) y, al mismo tiempo, la traza de la ausencia de significado (Derrida).
Esta paradoja convive con la poética de Ximena Rivera. El aire fragmentario, cortante y relampagueante de Natalí condice con la escritura de la poeta y el enigmático pensador francés Maurice Blanchot, cuya filosofía colabora en delinear esta interrupción de lo incesante. ¿El estilo es la mujer? “Todo escrito fragmentario -decía Martín Cerda- implica, en efecto, una fractura, una crisis o quiebra social y, al mismo tiempo, una infracción de todos los lenguajes que, de una manera u otra, intentan ‘enmascararla’ o ‘taparla’”. Estas palabras quebradas tienen una historia. Cerda las escribía en el año 82, en plena dictadura, y no deja de espejear al carácter situado a la vez de la poesía de Ximena: fragmentos de la escritura del desastre enhebrados en la postdictadura. La analogía conforma aquí también una promesa incumplida.
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Natalí recurre al tanteo.
Dibuja así una posición del poema y una manera de interrogar. En términos filosóficos, debate sin mencionarlo con la concepción heideggeriana de la poesía. La huella derridiana le sirve de base para mostrar la borradura del anhelado origen. No obstante, esta crítica a la metafísica también ha podido vivirse en la experiencia poética, acendrada como acontecimiento histórico de la poesía y la sociedad. Crisis de una experiencia de la unidad, enfatizada a partir de la segunda mitad del siglo veinte, pero que se hizo cuerpo en el poema y la escritura en general cuando la fragmentación poliedrica del lenguaje no calzó con la supuesta comunión entre seres humanos y mundo. Diseminación, diríamos en términos derridianos, pero que podríamos sintetizar más dolorosamente como fisura, inapropiabilidad del poema y del mundo.
La experiencia de la desarticulación transita así hacia la imposibilidad de sentido único. Apertura y fisura se dan de esta manera en un mismo verso. El tiempo vertical, que desplazaría el tiempo cotidiano, incide en que el poema es al mismo tiempo precariedad significativa y a la vez exceso, surgiendo de las fisuras de una unidad metafísica imposible. Esta comprensión, que acerca la lectura de Natalí a Heidegger y a Platón, no llega a cerrarse en dichas filosofías, en la medida en que lo heterogéneo retorna como quiebre metafísico. Un tiempo otro que abre el poema como acontecimiento; dialéctica inconclusa que solapa el daño y la invención en un espacio en que la huella poética los vuelve indiscernibles.
Por otro lado, Natalí articula un cierto procedimiento, un modo de aproximación sutil a partir de su estilo y mirada. Coteja ciertas aseveraciones acerca de la poesía, señaladas por filósofos y escritores, y las contrasta cuidadosamente con la escritura de Ximena. En este punto, creo, alcanza a delinear algo que podríamos reflexionar, o sea, mirar dos veces: conjuga simultáneamente la diferencia entre poesía y los discursos sobre ella; y la experiencia singular del poema que a menudo sobrepasa la expectativas del discurso.
La proximidad de la escritura de Natalí con el estilo de imaginativo de Bachelard se deja percibir en las frases cortantes, en la proximidad poética que, en la aventura hacia el mundo simbólico, entrelaza filósofos de concepciones opuestas (Derrida junto a Bachelard, por ejemplo). En estos contrastes, avanza desde los cotos y las similitudes, sondeando los alcances de lo dicho, siempre en miras a la escritura de Ximena, de su poema como una pérdida. El discurso es horizontal, nivela; la poesía es vertical, acontecimiento interrumpido y de una vez, dice Natalí. Su proceder hace entrar estos dos ejes del tiempo: vertical y horizontal, que la autora cita de Octavio Paz. Si entiendo bien estas disrupciones, dicha topología nos llevaría a la posibilidad de comprender la inefable potencia en lo no capitalizado, el tiempo de las fisuras y sus fragmentos. Discurso interrumpido y poema del pensamiento, se perforan y complementan mutuamente.
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“El poema es acoger lo completamente otro”, “desnuda cualquier rastro de sentido”, afirma Natalí. Consiste en un desgajamiento de la representación; aunque precisamente ante esta huida de las definiciones, decante en figuras y musicalidades que recurren a formas nuevas de enlazar las imágenes. Es también la grieta abierta hacia el murmullo, al poema como agua que no se puede reducir a la identidad fosilizada. Paradojas de sentido que repercuten en una elusión de los nombres. El poema generaría así un incidente en el torrente del lenguaje. Las figuras poéticas cumplen una función de asalto, de pensamiento que completa las elipsis; silencios que dejan su rastro en el parpadeo de la frase.
Por ejemplo, la imagen ciega de la oscuridad. La alusión de Ximena a la “otra noche de la noche”, interpretada por Natalí, podría asimilarse a la lectura de Heidegger sobre Rilke y Hölderlin como la medianoche de occidente; es decir, a la huida de lo sagrado, sin que los mortales lo perciban como pérdida. Sin embargo, este espejeo de las noches remite a cierta comprensión de la belleza y la bondad, donde albergaríamos la capacidad de perdernos en nosotros mismos y no necesariamente la recuperación de lo sagrado. Leído desde el océano del inconsciente, este naufragio indica un camino hacia la oscuridad del “hay”, tan parecido al insomnio cuando las cosas asoman en su anonimato esencial, parafraseando a Levinás. De esta radical indiferencia, surge quizás la escritura fragmentaria. Los retazos no remiten a la reducción, sino al movimiento entre las zonas de esta breve palabra -parafraseo a Eduardo Anguita- donde cabe el espacio: Hay.
Esta experiencia radical de la extrañeza del mundo es inusual. La escritura poética repone aquí su mirada inquietante. La figura de Eva, emplada por Ximena, remite a su símbolo como una vuelta a los nombres que pueden dislocar el lugar de la historia. El poema construiría una intermitencia ante los ecos del mundo, advertida por Natalí a través de Blanchot, pero que -a mi modo de ver- Celan articula con mayor énfasis poético y político en El Meridiano, a partir de la diferencia entre el dicurso y el poema; este último estriba en la singularidad del testigo que hace frente a la universalidad fetichizada de los usos linguisticos, instalados principalmente por los dominadores y repetidos muchas veces por las diferentes capas de la sociedad; aunque por cierto también ocurre a la inversa. Con todo, hay una vuelta de tuerca que todavía falta por explorar en la reflexión actual, que apunta a las consecuencias de las formas en que los poetas emplean el cauce discursivo; cómo se retroalimentan de las retóricas en uso de su época y les dan un giro sutil en la escritura. Es decir, el discurso también murmura bajo el poema y lo alimenta; una especie de ojo de agua que surca las orillas del verso, el enunciado y el silencio.
Celan ofrecía una vía por las elipsis, así como Karl Kraus indagaba en las reutilizaciones de los clichés. La poesía muestra, expone, no requiere demostrar. Este es el desfondamiento que yace en la labor poética poniendo a prueba la política, asunto que en el libro de Natalí queda todavía por desarrollar. O, mejor dicho, el lector tendrá que continuar: “Si escribir es interrumpir lo incesante, que en el caso de Ximena se denomina supralenguaje, interrumpir el murmullo o la silenciosa latencia del sonido, entonces la escritura posee una naturaleza fragmentaria”. Esta situación del poema expresa una nueva condición; su estatuto ha modificado el lugar de la poesía como relámpago del ser y el poeta como su mediador.
Pensar el acontecimiento se encuentra en el fondo de esta discusión poética y política. Lo inesperado, lo nuevo como ruptura, la transformación radical de la metafísica de la presencia; este acontecimiento (¿lo venimos mascullando desde octubre del 2019?) es lo que el poema intuye en su murmullo como supralenguaje, en su relación con la huella. La poesía nos enseñaría a experimentar esta expropiación. La experiencia del poema contiene un rasgo tan sutil, tan precario y a la vez tan potente en su minucia, que abre sin capitalizar el espacio poético e imaginativo de las condiciones del tiempo, espacio y materia; es decir, las estructuras de lo que se ha llamado la vivencia.
La unidad del discurso es fracturada por la interrupción; una prosodia que opone a la mumuración del mundo el murmullo del fragmento. “El lenguaje declara su propia lejanía”, dice Natalí; podríamos añadir que ante esta musicalidad, el poema barrunta una experiencia del pliegue, de instancia de silencio, desmontando la utilidad. Las amadas palabras cotidianas, como decía Teillier, alcanzan su extrañeza cuando extravían su significado. No hay que olvidar que también existe un canto callejero, de la maledicencia y el chisme, como hace notar Maldelstam en la comedia de Dante o como puede apreciarse en los poemas feriantes de Pasolini. Recuerdo en este momento haber conversado algunas veces con Ximena sobre lo íntimo y su deseo de escribir poemas populares, siguiendo el camino de Violeta. La intimidad no es lo apropiable; indica ese rasgo de extrañeza que lo inquietante freudiano (interpreto desde el presente) grafica muy bien: la infamiliaridad de lo familiar. El rostro nuevo adquiere de pronto la proximidad y, por cierto, la lejanía del lenguaje. Lo desnudo, que sigue con su vestimenta, puede verse en ciertas ocasiones como tal: palabra que “late y desgaja en sus letras, en su sonido y después en su vacío” (“Una noche sucede en el paisaje”).
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Todo parte por un secreto.
Hace un tiempo, revisando mi computador que había limpiado un amigo, y de paso perdió algunos archivos que nunca recuperé, me encontré con una carpeta llamada “Ximena Rivera”. La revisé y recordé que cuando intentamos publicarla por editorial Altazor, me había enviado a través de una amiga una transcripción de sus libros. Dentro de esta carpeta, hallé un secreto: “Siete poemas samsáricos”. En un aire similar a “Definición y Pérdida de la persona” de Eduardo Anguita, cuya descripción metafísica amplía el verso interpelando a la creación blanca de la página, el poema de Ximena por el contrario va reduciendo su espacio a una pieza. No es la casa del ser ni el habitar de los seres vivos en la tierra; es una habitación que se duplica y en la cual acecha el peligro. Pero algo ha quedado de ella -¿de Ximena, la poeta?- en una de las piezas, en el otro lado, que jamás podrá rescatar. Entre lo uno y lo otro, pervive la huella del poema, del parloteo que deja su vestigio, dos caminos que conducen a una puerta, cada vez más estrecha.
“Un poema nunca es un objeto/ obviamente tampoco el sujeto que lo escribe/ Un poema es algo vacuo/ y debido a esto/ un poema es secretamente cruel”.
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Gracias, Natalí, por amoblar esta habitación blanca de Ximena con este bello libro.
Valparaíso, enero de 2020
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