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LA HERIDA MÁS CERCANA AL SILENCIO

Texto de presentación de La Bandera de Chile (Ediciones El Retiro, 2003), de Elvira Hernández.


Por Jorge Polanco

El texto que viene a continuación fue parte de la presentación del libro por la editorial El Retiro de Quilpué, realizada el 26 de septiembre de 2003 en la sala Musicámara de la U. de Valparaíso. La actividad consistió en una breve introducción de Carolina Lorca (editora), las notas a cargo de Jorge Polanco y la lectura de Elvira Hernández. Una de las ideas de la editora fue realizar el lanzamiento en esa fecha con motivo de los treinta años del golpe de Estado y la cercanía con las fiestas patrias, como una disputa del significado de la “patria”. Esta instancia quedó registrada en un casete de audio (extraviado hasta la fecha), debido a que el espacio funcionaba como una sala de grabación musical. El texto de Jorge Polanco está basado en una carta a Elvira que no fue enviada, pero que sirvió como retazos de lectura.


En algunas ocasiones la poesía nace a partir de las fracturas de la realidad. Si esta realidad es siniestra, la poesía no puede huir de la sordidez desde donde ella de(s)canta. A veces las palabras nacen de las grietas más profundas, cuando superan lo indecible y lo obsceno (es decir, aquello que está fuera de la escena) es la última respuesta que queda. La bandera de Chile, tanto el libro como su “referencia” (me autorizo a utilizar la falacia del equívoco), están ya fuera de la escena. La bandera de Chile es la muestra de que el poeta puede quedar trizado por la historia y, por tanto, su poesía no puede sino ser la cristalización derruida de los acontecimientos. En esta experiencia aparece el poema de Elvira Hernández: La deshilachada bandera de Chile, la división perfecta, la que es usada como mordaza y por eso seguramente por eso nadie dice nada. La bandera de Chile, que se entrega a cualquiera que la sepa tomar, que fuerza a ser más que una bandera, que se calla. La bandera de Chile, izar arriar, izar arriar, la noche es oscura. La bandera de Chile, extranjera en su propio país, donde hay muchos vidrios rotos trizados como las líneas de una mano abierta. La bandera de Chile, dos puntos: su silencio.


***


Quisiera leer a continuación algunos apuntes que he tomado en torno a La Bandera de Chile, retazos interpretativos, que desean vincular aspectos que me resultan oportunos respecto a los lugares de la poesía. Debo hacer notar que esta breve presentación puede considerarse solo como apuntes pensados en voz alta. Sin embargo, como en todo bosquejo, hay algo que se vislumbra en él de lo “definitivo”. Lo interesante sería que las personas aquí presentes considerasen estas palabras como una invitación a pensar, como un cuadro que pudiesen terminar de imaginar conmigo. Por lo demás, las lecturas en torno a un libro nunca se acaban, lo que permite entonces que podamos entrecruzar nuestras miradas a partir de las experiencias propias que cada uno tenga y podamos ofrecer.


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Las veces que he escuchado leer poesía a Elvira Hernández, he percibido que el oyente ingresa a una zona donde se sigue la respiración del poema. Los versos alcanzan una intensidad que las palabras parecieran adquirir un nuevo aire, como si volvieran a la vida después de haber permanecido largo tiempo acechadas. De ahí que, en esta breve presentación, desee referirme a la vigilia y al silencio, al dormir y al hablar; a la poesía como lucidez y al dolor como fuente muda desde donde La Bandera de Chile se escribió. El aspecto fundamental que quisiera sondear consiste en la relación entre poesía y dolor, considerando las condiciones de emergencia de este poema. O, dicho de otro modo, sondear lo que sucede con la intensidad de la palabra poética cuando busca referirse a experiencias límites.

Transcribo dos párrafos de la nota final, donde se explica el contexto en el que fue escrito el poema:

La Bandera de Chile se escribió en el verano de 1981. Al margen del tormento de la autora en el cuartel Borgoño –prueba que suele ser parte del camino de perfección que algunos poetas no pueden apartar de sí- nuestro país había vivido a la fecha, ocho años en la ferocidad militar de una dictadura, en una guerra declarada a todo nivel y no reconocida hasta hoy, para sofocar a los opositores, los resistentes, los pobladores, artistas e intelectuales.

A la sazón, el término patriótico todavía era un vocablo confinado a las connotaciones decimonónicas, y el significado de la palabra patria hacía agua ante la embestida ideológica –con camuflaje antiideología- de las modernizaciones que llegaban del país del norte, y de la lógica de las culturas impuestas como la globalización y la posmodernidad. Pero la sindicación afrentosa de antipatria se encontraba a la orden del día.


¿Cómo escribir poesía desde el dolor, sin que la palabra se transgreda a sí misma éticamente, sin trivializarse? En El Narrador, Walter Benjamin retomaba la advertencia de Freud: los soldados que lucharon en la primera guerra industrial y mundial, volvieron más mudos del campo de batalla, pues se estaba acabando la capacidad de narrar en el nuevo paisaje humano. Y Theodor Adorno, más tarde, señalaba que después de Auschwitz era imposible escribir hoy poesía. Estas dos observaciones pueden plantearse también del siguiente modo: ¿cómo escribir del dolor sin maquillarlo? ¿Cómo evitar la trivialización de las experiencias límites?


A veces las palabras se ahogan en la garganta; se oscurecen en el insomnio de la historia. De ahí nace esta poesía, en la vigilia espesa de la realidad. Esta escritura no puede dormir: escucha el silencio íntimo del silencio. Es el insomnio que proviene de la lucidez, que proviene de la zona temblor, del punto ciego de la palabra. Por eso una poesía testimonial no suele obviar el espesor del lenguaje.


En este tipo o modulaciones de escrituras, es necesario saber callar cuando el tiempo lo exige (como por ejemplo en el cuidado por no caer en la delación), pero también es necesario saber decir lo que se calla. Cuando la realidad es pasmosa, nuestro decir cambia: la palabra tiembla, se ahoga en los murmullos de las letras, se nutre del silencio y germina socavada. Por eso hay palabras que callan (y a veces es bueno que las palabras callen). La poesía se expande entonces en claroscuros, se recoge en hebras deshilachadas y balbuceantes, y cobija los síntomas escamoteados del dolor. Nuestra cultura lo esconde, lo medica, lo ignora; como si no existiera, como si debiera yacer tan solo en el vacío de la mirada clínica. Pero la poesía, que es la precariedad misma –parafraseando a Enrique Lihn- no puede mentir. Si la palabra poética conserva valor en las experiencias del testimonio, éste radica en la gravidez de su decir y nombrar. Ante la proliferación y la precariedad de la palabra, ante el vaciamiento de la experiencia en las sucesivas rupturas mediáticas, ante las mutilaciones constantes de la trivialización, a veces las palabras requieren de contención y silencio. No se trata de un dictamen, sino de un síntoma histórico.


A lo largo del libro de Elvira Hernández, aquella escritura que balbucea, que tartamudea, que se silencia y vuelve sobre sí misma en reiteraciones, quiere indicarnos algo. El balbuceo es tal vez el gesto de aquello que se quiere nombrar, pero que no se puede hacer inmediatamente. Algo lo impide. Es un gesto de la precariedad. En La Bandera de Chile, el balbuceo es un caer en suspenso sobre aquello que se pierde en el silencio y la sordidez. Es la ondulación de la palabra que en los espacios en blanco triza su propia capacidad. Por eso el silencio crepita al interior de esta escritura. Quizás en todo nombrar exista un gesto de pérdida. En la disposición de la palabra pervive aquello que alcanza a expresarse a través de la premura de algo que acecha: el peligro del deterioro.


La bandera de Chile está ensimismada en su ausencia, en la carencia del nombre que “espejea retardad(o) en el tiempo como un eco” / “Nadie ha dicho una palabra sobre la Bandera de Chile / en el porte en la tela / en todo su desierto cuadrilongo / no la han nombrado / La Bandera de Chile ausente” // “La Bandera de Chile no dice nada sobre sí misma” // “A veces se disfarsa la Bandera de Chile / un capuchó negro le enlútese el rostro / parece un verdugo de sus propios colores / nadie la identifica en el charco donde vive” // “Los museos guardan la historia de la Bandera de Chile / disuelta anónima encubierta (...) es historia ya muerta / la Bandera de Chile reposa en estuche de vidrio”.


Las reiteraciones, las vacilaciones, el balbuceo y las rasgaduras de la palabra asoman a través de la fractura de la bandera de Chile. Parece que la escritura que nace de la espesura de la experiencia no puede obviar la realidad. En las sucesivas reiteraciones de la expresión La Bandera de Chile hay algo que va ocultándose: la imagen de este símbolo comienza a quedar fuera de escena. La ironía se conjuga con la constante nominación para otorgarle mayor intensidad a la frase, desgastándose. La intención del poema es al mismo tiempo la denuncia y la resistencia de un Chile sin regreso; un país que no volverá a ser el mismo. De esta manera, el poema va convirtiéndose en rastrojos dislocados y reiterativos; un último recurso frente a las fracturas y escisión del símbolo “patrio”.


La pregunta que habría que hacerse aquí es si existe hoy algo así como la patria, existe realmente un “suelo común” y si, acaso, éste sea necesario. ¿Cuál es el sentido de la noción “La patria”?

La fractura de La Bandera de Chile conforma la cisura de la poesía y del poeta. En la disposición de los poemas, en sus espacios en blanco, en su lenguaje; Elvira Hernández agudiza la tensión de la poesía que enrostra sus propias fisuras para surgir desde ellas. Así es como se desgaja el lenguaje tartamudo y deshilachado de la poeta. Pues la lucidez –parafraseando a René Char- es la herida más cercana al silencio. En cada grieta donde ha existido dolor, existe igualmente un punto mudo que la palabra poética intenta modular. Sin embargo, como una fuente donde no es posible ver su fondo, la palabra alcanza a balbucear aquella opaca reminiscencia. Esta es, quizás, la razón por la cual parte de la poesía chilena no puede dormir; no ha deseado ingresar al mundo onírico del surrealismo porque está rearmándose a partir de los vestigios fácticos de la historia. La poesía que se escribe desde la vigilia, desde la lucidez, desde la gravidez, culmina a menudo en los claroscuros, en la contención, en la confabulación con el silencio (¿será una forma de vencer, de algún modo, el daño?)


Por eso, en La Bandera de Chile, a través de ese lenguaje denodado entre lo que calla y dice, entre lo que exclama con dolor y sarcasmo y lo que amordaza en su escritura; Elvira Hernández muestra la censura, el contrabando cruel, la noche sórdida: la incapacidad de nombrar aquello por lo cual ha sido escrito el poema: “La Bandera de Chile / dos puntos / su silencio”.


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A partir de la lectura de este poema, quisiera hacer una digresión en torno a mi generación, como lector que creció generacionalmente entre la dictadura y la supuesta post-dictadura; ¿qué es para nosotros Chile? ¿Qué significa para nosotros esta bandera? ¿Qué ha sucedido con nuestra generación? Me atrevo a formular la siguiente hipótesis: nuestra generación es la generación de la fisura. A diferencia de los jóvenes de los ochenta que tuvieron como referente la lucha contra Pinochet; es decir, una convicción clara acerca de las prácticas de la tiranía; nuestra generación ha tenido que convivir con el desperdigamiento de sentido, con la culminación de lo comenzado en tiempos de dictadura, por eso asoma, cada cierto tiempo, el parafraseo melancólica de Hölderlin: poesía en tiempos de penuria. Pero, ¿qué queda después de la penuria? Más allá de la situación cultural de la posmodernidad, la dictadura sigue viva en Chile. No existen los “sujetos” en el estado actual; se da como asentado el proceso de desubjetivación sin escarbar en la historicidad de estos desplazamientos. Los sujetos han sido expropiados de hacer la historia. O, en otros términos, el sentido se refracta, siempre está en otro lado, como en un laberinto de espejos. Los referentes se extravían en una historia que pareciera no pertenecernos. La bandera de Chile, tomada en cuanto símbolo, es una escisión que pareciera diseminarse fuera de nuestro alcance. “La Bandera de Chile es extranjera en su propio país (...) ya no se la reconoce / los ayunos prolongados le ponen el pulgar de la muerte (...) La Bandera de Chile fuerza a ser más que una bandera”.


¿Qué hacer, entonces, después de la penuria-dictadura? El problema actual parece ser más complejo, más difícil de ubicar, más microfísico, ocupando una expresión de Foucault. Si la vida posmoderna y el capitalismo de último cuño propenden a la disolución de los vínculos más íntimos, donde incluso la amistad se extorsiona ideológicamente en función de la instrumentalización y la cosificación (recuérdense estos aspectos en Marx e incluso en Heidegger), tal vez una alternativa es cambiar las relaciones cosificadas en las escalas más pequeñas, cambiar los vínculos personales más íntimos, mediarlos desde otro lugar a la instrumentalización neoliberal. ¿Qué sucede hoy, en este 2003, con palabras como esperanza o utopía? Quizás la alternativa recaiga en transformar las relaciones cercanas, albergar el gozo de modificar en algo el paisaje próximo que nos rodea y dejar crecer algo nuevo. Hacer de los estropajos del azul, blanco y rojo tejidos donde sentarnos. No necesitamos banderas.

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