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ME GUSTAN LOS ESTUDIANTES

Notas sobre la crisis de la educación en la literatura chilena actual.


Por Claudio Guerrero Valenzuela


Desde hace varios años se viene documentando la crisis de la educación chilena neoliberal -la que consagra la Constitución de 1980- en diversos dispositivos ficcionales: cine, poesía, teatro, novela, etc. La preocupación no es nueva. Las aulas siempre han sido un espacio propio para la ficción. De hecho, nada más ficticio que una sala de clases. Pero la escuela es mucho más que ese restringido espacio. Es el magma donde la sociedad expresa en esplendor sus contradicciones. Uno de los más efectivos aparatos ideológicos del Estado, diría Louis Althusser. Pero también, con la vieja tradición anarquista de autores como Francisco Ferrer, Eliseo Reclus o José Antonio Emmanuel, un significativo espacio para la utopía y la transformación social.


Conocida y mil veces cantada es “Me gustan los estudiantes” (1965) de Violeta Parra: “Que vivan los estudiantes / Jardín de nuestra alegría / Son aves que no se asustan / De animal ni policía”. La novela de Carlos Droguett, Patas de perro (1968), en tanto, ya imaginaba antes del desastre a un tiránico profesor que colaboraba despiadadamente en el aislamiento social del protagonista que había tenido la desdicha de haber nacido, como un centauro, mitad can. Los Prisioneros, con su icónico disco lanzado en uno de los años más oscuros de la dictadura, Pateando piedras (1986), ponían letra y música a la experiencia educativa de toda una generación y siguen resonando hasta hoy con su estribillo rabioso: “A otros les enseñaron secretos que a ti no / A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación". Y en la más reciente Machuca (2004), la señera película de Andrés Wood, su director se centraba en el proyecto de integración social llevado a cabo en un colegio de elite en los tiempos de la Unidad Popular como metáfora del irreconciliable quiebre que sobrevendría poco después y que se mantiene hasta hoy. La lista, sin exagerar, podría ser muchísima más extensa y significativa. Como si se tratase de un género literario particular, histórico, cada tanto se renueva con nuevas obras que se vienen a sumar a esta larga lista ya existente y que bien podrían conformar un sinuoso e introspectivo canon sobre un espacio casi por definición siempre en disputa.


En el contexto de la lucha por un resquebrajamiento del proyecto neoliberal que estamos viviendo hoy, los estudiantes siempre fueron un actor principal que movieron al resto de la sociedad en la cruzada de abrir los ojos ante las desdichas e injusticias que dicho modelo promovía y sigue entablando. Desde los ochenta, por supuesto, en la resistencia a la dictadura; con algunas aisladas asonadas en los noventa, como en la extensa huelga universitaria de 1997, por ejemplo; pero con mucha más fuerza y extensión al menos desde los movimientos del 2006, 2011, los renovadores aires feministas del 2018 y la revuelta de octubre de 2019 que sigue en curso hasta hoy, han sido los estudiantes secundarios y universitarios un preponderante motor de cambio del insufrible statu quo que promueve el currículum oficial para extremar las desigualdades de base existentes.


Algo de estas huellas quedan reflejado en una serie de textos cuya trama central gira sobre la experiencia de tomarse las dependencias educativas que forman parte del diario vivir, como medida de fuerza en protesta por las condiciones estructurales a las que se ven sometidos los cuerpos estudiantiles. Al sur de la Alameda. Diario de una toma (2014), la novela gráfica de Lola Larra y Vicente Reinamontes, centrada en la acción dirigente de un puñado de estudiantes que se toman su liceo, recreaba con efervescencia y sentido de urgencia la revolución pingüina de 2006. Oriente (2013), de Carla Romero, ponía en escena la histórica toma del 2011, la primera desde la dictadura, del Campus Oriente de la Pontificia Universidad Católica de Chile, uno de los bastiones ideológicos del modelo neoliberal. Y Nona Fernández, en Liceo de niñas (2016), con humor ácido, hacía que un grupo de estudiantes que escapaban de Carabineros en el contexto de una marcha estudiantil de 1985, salieran de su escondite treinta años después, sin percatarse del paso del tiempo y todas las transformaciones que había vivido el país en ese lapso. Al salir, se encuentran con un profesor en la actualidad y que es reflejo de todos los rigores ideológicos del sistema: preocupado por su portafolio docente, por sumar puntos y ser competente, descomprometido y alienado políticamente, agobiado y prematuramente envejecido.


Liceo de niñas, dentro del conjunto de obras más recientes, podría funcionar como bisagra para graficar el movimiento crítico que va del estudiante al profesor, al pintar los problemas específicos que atañen a este último en el contexto de la educación neoliberal. En este sentido, creo necesario indagar más en las perspectivas que ponen al profesor o profesora como eje del discurso. No porque la figura del estudiante esté agotada (de hecho, es posible apreciar ampliaciones de estas visiones en las experiencias escolares periféricas que se retratan en Quiltras (2016) de Arelis Uribe, así como un extremo de la desidia en Incompetentes (2014) de Constanza Gutiérrez: estudiantes que ya no pueden salir de su establecimiento y que viven como presos en él en un espacio rutinario, cansino, sin horizonte), sino porque históricamente la voz del magisterio ha sido ninguneada por los discursos hegemónicos, poco respetada y puesta en un postrero lugar del escalafón profesional, al final de la lista incluso para recibir una vacuna contra el Covid-19. Las propias condiciones laborales extenuantes y mal remuneradas contribuyen a conformar una posición social llenas de tensiones y contradicciones. Algo que se puede apreciar, por ejemplo, de modo patético, en el cortometraje Culiao (2016), de Samuel González, en donde la autoridad del profesor ya ni siquiera vale menos que cero, debatiéndose entre la impotencia, el fracaso y la inmoralidad frente a un grupo de estudiantes entregados a la abulia y la desesperanza ante la verdadera falta de oportunidades. Hacía falta en el espacio de la ficción historias que ayudasen a contar, a pensar y empatizar con las condiciones en que hoy profesoras y profesores tienen que llevar a cabo su tarea. En especial cuando los jóvenes docentes que ingresan al sistema no aguantan más de cinco años en promedio y se salen reventados en busca de otras formas de subsistencia. Me refiero, cabe precisar, a las condiciones previas a la experiencia pandémica del Coronavirus que, si bien reordenará las condiciones materiales del ejercicio laboral, merecería una reflexión de otro orden que, por su extensión y complejidad, no cabe realizar aquí.


Me quiero detener en dos novelas recientes que tienen como protagonista a un joven profesor de Castellano y Comunicación haciendo su entrada al campo laboral. Estas narrativas van a contar las aspiraciones y problemas que deben enfrentar y cómo ciertos saberes e ideales aprendidos en la formación universitaria terminan siendo confrontados con una realidad despiadada, lejos de un horizonte experiencial edificante. Cristian Geisse, en Ricardo Nixon School (2016) y Alex Saldías, en Profesor Sísifo (2020), dan muestra de las fisuras del modelo educativo vigente y encarnan algunas de las escenas cotidianas de la crisis de la educación, desde la perspectiva del sujeto que ingresa a un sistema que rápidamente agobia, proponiendo una puesta en escena que se parece más a una larga pesadilla que otra cosa. Una pesadilla, en todo caso, en donde el humor resulta clave para zafarse de los aires de tragedia y depresión que amenazan diariamente al ejercicio de la profesión. En Ricardo Nixon School, por ejemplo, un perro forma parte de la fauna que habita la sala de clases, es un alumno más con el cual se puede cumplir las cuotas de asistencia, lo que garantiza un importante ingreso estatal por concepto de subvención escolar a las arcas del establecimiento y un ser con el cual el docente mantiene hilarantes diálogos. En Profesor Sísifo, asimismo, apreciamos una estructura narrativa que disloca el lenguaje conceptual del mundo educativo (guía de contenidos, autoevaluación, reunión de apoderados, etc.), subvirtiendo y descontextualizando sus usos técnicos por uno lúdico que permite seguir la trayectoria vital del joven protagonista recién egresado de su formación pedagógica. Lo mismo aplica para los nombres de los personajes de su novela: todos provienen de la mitología griega.


En ambas obras, los jóvenes profesores van descubriendo el carácter de simulacro del modelo educativo, la cáscara con la cual está envuelta, así como las contradicciones que aprenderán a no resolver por sí mismos, al tratarse de condiciones estructurales que superan la voluntad de los sujetos, pero que de todas formas irán padeciendo en cada una de sus subjetividades. Señala el narrador de la novela de Geisse: “El Ricardo Nixon School quedaba en Viña del Mar. Era puro nombre, porque el establecimiento era bien roñoso: una casa de dos pisos con un patio de cuatro por cuatro, rodeado por dos mediaguas que servían de salas. Tenía mala fama. Allí llegaban lo que botaban los otros colegios. Y me parece que eso último incluía también al cuerpo docente” (15). Y más adelante, al cabo de unos meses de trabajo: “Ojalá chocara esta micro de mierda. Ojalá choque, ojalá choque. Así iba repitiendo yo, con el ojo izquierdo saltando, la corbata demasiado apretada, la carpeta al pecho llena de pruebas y trabajos. Cagado de frío, ensordecido por el ruido infernal del motor de la maldita micro que andaba tan lento que difícilmente podría chocar con algo. Para variar iba atrasado. Ya habían pasado algo así como tres meses o más desde que había entrado a hacer clases en el Nixon. Y si bien había tenido días buenos, ya se me hacía un hábito desear que la maldita micro chocara para tener una buena excusa para faltar al trabajo” (28). Relata, en tanto, el narrador de la novela de Saldías: “Llegué a un pequeño colegio de La Florida. Fue como presenciar un concierto de una banda que llevas años esperando: no puedes creer que estás ahí, pero cuando termina dices: ‘Ya está, eso fue todo’, y las cosas vuelven a caer en un largo silencio acompasado solamente por sentencias que se escuchan a lo lejos: imprecaciones, órdenes, mandatos, bromas; el sonido de varias puertas cerrándose continuamente y los pasos de un Profesor que entra a la sala tarareando alguna canción etérea. El colega carraspea y me saluda con desgano mientras busca notas mal puestas, anotaciones negativas, firmas faltantes o leccionarios incompletos” (20). Y más adelante, expresa: “Las reuniones de apoderados son casi siempre iguales: hablo yo, sermoneo un poco, tiro la talla, leo la pauta que me pasan desde la UTP, les comento algunas malas costumbres que han tomado los jóvenes, hablo de los hábitos de estudio, hago el recordatorio de las pruebas importantes y les entrego el informe de notas, que es básicamente a lo único que van. Después habla la directiva para organizar su pequeña república que parece estar siempre en crisis y a punto de un golpe de estado” (51).


Como si fuese una enseñanza no esperada, el profesor que inicia su vida laboral se vuelve un ente descentrado. El devenir de las circunstancias hace de él un sujeto a veces perplejo, a menudo escéptico y, sobre todo, a alguien que no tiene otra opción que ir tomando distancia del devenir cotidiano. Tendrá que desdoblarse, como mecanismo de defensa, para no terminar arruinado como los profes más viejos, ya entregados al sistema. Diríase que se trata de dos novelas de formación. Al cabo de un año de experiencia, el sujeto que entra no es el mismo que sale. Pero también es como si toda una vida se comprimiera en un solo año. De ahí su intensidad: o te enmascaras o piensas en incendiarlo todo.


Se trata, en definitiva, de la puesta en escena de un proceso trágico, de acuerdo con el modelo aristotélico: hybris, catarsis, anagnórisis; exceso, clímax, reconocimiento. Narrados en primera persona, de modo secuencial, atravesados por esta estructura que los determina, estos personajes dislocados se ven obligados a desmantelar el sistema en su práctica cotidiana y para eso tienen al menos dos opciones: desligarse en clave humorística del sino trágico, sanear el alma a través de la ironía, o, reconocerse en el absurdo de esta existencia profesoral cuya condena se parece a un eterno retorno de levantar la misma piedra de marzo a diciembre.

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