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  • Foto del escritorEl Circo en Llamas

SOBRE KLIMT DE CARINA SEDEVICH

Prólogo de Klimt por Silvio Mattoni (Club Hem Editorial, 2015)


El incipit de este libro encuentra su título en el nombre de un pintor centroeuropeo, con sus colores vivos y sus recuadros o mosaicos que brillaron alguna vez como innovaciones absolutas. Pero hoy son una postal casi cotidiana. De allí que los poemas breves y precisos del libro incorporen fácilmente ese nombre propio a sus imágenes de lo más inmediato. Simplemente Klimt sería el nombre de una intensificación de la atención; bajo la mirada que recuerda su paleta centelleante, cada pequeña cosa de una vida, cada tarea diaria se vuelven objetos privilegiados. El rumor

de cada hoja, la nervadura de alguna, contienen en su inadvertida singularidad el secreto de un sentido posible.


Hemos llegado a un punto de nihilismo, que puede llamarse también “materialismo” o “realismo”, en el que resulta complejo, si no arriesgado, seguir usando palabras como “alma” o “amor”. Pero la poesía sigue siendo el lugar donde las palabras se atreven a ser más de lo que son, quieren ser necesarias. La poesía de Carina Sedevich logra encontrar la manera de evocar una serie de experiencias, las imágenes de una existencia real, sin excluir sus tonalidades sentimentales, todo aquello que nos podría convertir en algo más que “vanas formas de la materia” (Mallarmé dixit).


¿Qué hay, además de las cosas y sus percepciones? ¿Palabras? Pero justamente las palabras no son únicamente una materia sonora. El ritmo de estos poemas no se olvida sin embargo del ruidito de los versos, acaricia su posibilidad, vislumbra un efecto sintético entre número de sílabas e imágenes que producirían casi haikus. Aunque esos números, los blancos entre estrofas, las asonancias discretas, están para ser más que recursos, obedecen al sentido de una vida que se contempla, se investiga, se procura como figura o lema de una antigua iconografía.


Quisiera citar un poema que contiene la palabra más frecuente de la tradición lírica de Occidente, y por ello también la más gastada; una palabra que hay que lavar de la cursilería y el estereotipo para que designe un estado singular, para que vuelva a ser una presencia al menos en el orden práctico en el que vivimos. Se necesita entonces que haya cosas que la digan de nuevo, traducciones objetivas, nuevos mecanismos que comuniquen su inexplicable persistencia. Tal vez el “amor” –es la palabra– de Catulo, o el de Dante, o el de Baudelaire, no tengan nada que ver con el presente. Tal vez haya que escuchar y mirar todo de nuevo. Así, en un artefacto suena el cuidado, suena una revolución amorosa pero callada, y solitaria: “Es invierno todavía. / El ruido de la estufa / funcionando / es el amor. / El ruido del agua / que se templa / es el amor”. ¿Qué entendemos acá? Podríamos pensar que una cierta tibieza ha sido ancestralmente vinculada a esa afectividad difusa, pulsión o magnetismo, donación sin esperar respuesta, sublimación de un deseo ignorado, que además era un dios chiquito y fácilmente irritable. Pero en este caso se trata de un material, agua calentada artificialmente para algo, una tarea doméstica, una rutina. ¿Será un estado de excepción dentro de la serie reiterada de los días? No pareciera. Un día más, sólo es que la máquina funciona y tiene un ritmo mecánico, y alguien que escucha obtiene de ese sonido vacío una especie de canto. Segunda parte del poema: “El ruido del agua /sacudiendo / la ropa que se lava / es el amor”. Atender a la iluminación de una repetición automática, quizás, sea el lema oriental de un amor sin la tiranía exclusiva del yo. El final, en la métrica exacta del haiku milenario, viene a confirmar ese efecto, esa alusión a un despertar que abre un espacio vacío en el interior de un día vacío y adquiere entonces el sentido más absoluto, el que anula casi el tiempo, la finalidad de las acciones. “Nos desvelamos / para escucharlo todo / la gata y yo.” Un lavarropas, la gata, alguien escucha, luego piensa o escribe: versos cortos en la inmensidad blanca de la hoja, donde el universo entero, por así decir, afirma su derecho a la existencia y dice que sí, que quiere que haya vida. Y la gata es un dios sin palabras, pura expresión del placer de horas y días, ronroneo que no hace nada por nadie, porque no habla. La poeta sí quiere algo, por eso escucha el amor en la mera máquina: quiere el crecimiento y la templanza de su hijo, quiere que los árboles permanezcan, quiere sabores y colores, quiere el orden y la pulcritud de una vecina que se expresa sin palabras tendiendo ropa, quiere los pasos del amor de otros, fugaces o no, en su cuerpo y en su memoria.


En este último sentido, la variedad de temas del libro pareciera olvidar rápidamente su título pictórico. Los títulos de sus tres secciones expresan otra cosa: la vida, la memoria, las huellas. Pero todo ello visto en el devenir de otros seres, aparentemente quietos aunque eficazmente vivos, los árboles. “El árbol de manzanas”, “La resina del ciruelo”, “La rama de una higuera”, tales son las partes en que se divide, pero también las imágenes que unen el libro. Y en esta atención a los frutales, árboles domésticos que regalan algo, resuena igualmente el tono oriental de ciertos poemas, su grado contemplativo que por momentos se torna retrospectivo. Uno puede imaginar a la poeta escribiendo, recordando árboles, mirando cuerpos familiares en un espejo íntimo o unas fotos, pero no como si se enfrentara a un blanco helado de hojas por llenar, sino como si dibujara con pincel, como si ejercitara una caligrafía. Por algo el único poeta citado, Fu, es un antiguo chino, perteneciente a esa escuela meditativa que profundizaba el trazo de los ideogramas, la pintura de paisajes. Aunque pensándolo bien, ¿no es acaso Klimt, en su Europa central de hace un siglo, para nosotros, un pintor oriental? Y sin embargo, las estructuras elementales del parentesco siguen apuntando al lugar natal: padres que no entienden el secreto y el consuelo de la poesía, un hijo que entiende todo sin que se recuerde transmisión alguna, una tía, una hermana, esposos… Aunque el árbol familiar no sea sino una especie de secreción enigmática, una lágrima imaginaria sobre la corteza de un arbolito solo. Y la esperanza o la expectativa de una poesía que quiere ser leída, que sabe que la vida seguirá y tendrá por momentos sentido, se deposita en algo que no habla, en alguien que todavía no habla, en los árboles inocentes, estacionales, florales, y en un advenimiento musical, entre otros. Así, un poema titulado “Canción de cuna” dice: “Escuché los latidos en el vientre de mi hermana. / Fueron corcheas, apenas: do, do, do. // Afuera ya se dormían los tordos entre los álamos. / Dormía el calor de mayo. Pero nuestra sangre no. // Un silencio rodó lento, como ruedan los destinos. / Rodó como rueda un canto: sol, sol, sol.” Y en estos tres pareados con algunas asonancias apenas, con octosílabos ocultos como pequeñas promesas matemáticas, quizás aireados y aligerados por sus antiguas prosopopeyas –el calor que duerme y el silencio que rueda–, resuenan sílabas que aspiran a una nueva música: una nota, la donación sin razones de una vida; otra nota, el origen de la luz que se hace sobre la tierra.


Mientras se espera el tránsito de las cosas, mientras se cuida el crecimiento de los seres vivos o se contempla su devenir estacional, la poeta ejercita su potencia perceptiva con los elementos más cercanos, en las acciones que trae cualquier día. El momento privilegiado, la intensidad del poema –nos dice– están en cualquier lado, en todo instante, en la frase más despojada. “Lavo la espinaca para mí.” ¿Por qué? ¿Está

sola? ¿Es una intimidad de su cocina o de su sensibilidad? ¿Qué significa lo que hace? “Separo los tallos, que se anudan / en su botón rosado / semejante a un pezón. / El agua fría sacude sus olores: / hierro, tierra.” El cuerpo de la tierra desprende sus aromas bajo el correr del agua, quizás. Pero el poema termina así: “Parece que enjuagara / algún rencor”. Y aparece una suerte de purificación, las palabras se encontraron con las manos mojadas, el vegetal se volvió carne o se anticipó a la carne que va a alimentar. ¿Qué quiere decir todo esto? Tal vez que la vida no está hecha de simples cosas vistas y seres tangibles, ni de acciones sólo eficaces, que lo mirado es la mitad de la pintura, que las vanas formas de la materia que somos, cuerpos que hablan y que van a morir, esconden la posibilidad de hacerse ilusiones, mentirse acaso, pero también de afirmar la verdad del presente, que es cierto que estamos acá, y que habrá otros.


Una poesía que responde por sí misma, pero también por algunos que se distraen mirando lo que pasa y no escriben, presas de una fe no cuestionada, tal es uno de los sentidos posibles, necesario entre varios otros, de este libro.

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