El Circo en Llamas
TRAINING #3: INADECUADA Y OYE GABRIELA
Una lectura doble: Inadecuada (La Calabaza del Diablo, 2020), de Cristina Correa Siade, y Oye Gabriela (Los Perros Románticos, 2020), de Elisa Clark.
By Rodrigo Ratón Hidalgo

"En ambas novelas las autoras son plenamente conscientes del trabajo abordado y lo exponen, de modo que mis devaneos son eco de algunos de sus pasajes, donde la reflexión en torno al oficio cobra singular relevancia".
He decidido volver a esta fórmula: el comentario de libros pareados, o en parejas. Y en este caso se debe básicamente a que se trata de dos libros de dos amigas muy cercanas, ambas periodistas, con quienes compartimos aulas en la universidad, y que fueron igual que yo, parte de la revista La Calabaza del Diablo allá en el temprano cambio de siglo del 90 al 2 mil. Con Cristina Correa trabajé luego brevemente en El Mostrador, y con Elisa Clark trabajo actualmente en El Desconcierto. Y si hago estos descargos es porque, yendo al grano, tuve la oportunidad de conocer los pasos previos, las formas primeras de ambos libros, conocí su génesis y sus manuscritos antes de llegar a ser publicados por las respectivas editoriales que los materializaron.
Dicho esto, quisiera comenzar señalando que, en el caso de Inadecuada, la novela debut de Cristina se inscribe en una matriz extendida, la de la autoficción. De manera más o menos explícita, la autora ficciona y construye a partir de sus propias vivencias familiares, íntimas, profesionales. Quienes hemos tenido la posibilidad de conocerla, sabemos o intuimos qué personaje ha cambiado de nombre o cuáles hechos son verídicos y cuáles no. Pero si alguna gracia tiene escribir y publicar, es justamente la posibilidad de llegar a un lector/a que no sepa nada de uno, y se sienta identificado o tocado, conmovido por alguna de las aristas desplegadas en el relato. Escribir es lanzar una botella al mar, a la espera de que en algún puerto o playa, alguien lea el mensaje en su interior y acuda al llamado de un improbable náufrago. Quisiera poder leer estas novelas sin saber quién es Cristina, desconociendo sus derroteros, sus derivas. Sin duda, ésa es la meta, el desafío que supone la autoficción. Si por un lado uno escribe para sus amigos, para sus seres queridos, con la honestidad y sencillez de quien sabe que la fama o el estrellato es un accidente, es decir, si escribimos no buscando deliberadamente el reconocimiento de millones, y de verdad nos importa un pepino cosechar likes, entonces nos basta y satisface que esos seres queridos, esos amigos nos celebren y feliciten por nuestra obra, por nuestro libro; pero por el otro lado siempre es inevitable que en el fondo deseemos justamente llegar a esos posibles lectores desconocidos. Esa es la gracia, ése es el desafío. Ojalá ir en metro y ver que alguien lee tu libro. Esa es la maravillosa experiencia. El regocijo. El cariñito al ego del autor, que sabe y pondera su alcance, que espera su sitio –cualquiera sea- en la Babilonia eterna e inconmensurable de lo publicado y escrito.
De cualquier manera, hay varias generaciones desde hace tiempo que han hecho de la autoficción una auténtica tradición. Por ejemplo me parece que en alguna oportunidad ya referí el caso típico de Mario Vargas Llosa, que publicó La tía julia y el escribidor sin tener el tino de al menos cambiarle el nombre de pila a su tía, ventilando una intimidad incestuosa que le valió prácticamente la expulsión de su conservadora y endogámica parentela en su Arequipa natal. La tía en cuestión publicó después su propia versión de los hechos, bajo un título del tipo “Lo que no contó Marito”. Insisto pues entonces, hay una auténtica tradición literaria en esta senda. Y entonces, volviendo a “Inadecuada”, digamos que al leer la novela percibimos que su autora corrió el riesgo de ser juzgada por sus parientes, tías, tíos, y por su abuela antes que nada; debió contar con su venia, con su aprobación, todo eso fue fundamental y lo intuimos, deducimos, suponemos, porque sí: algo de eso ella misma deja entrever, nos muestra sus dudas ante la operación emprendida, porque “sacar del clóset” a un pariente, en el sentido de revelar sus secretos, es por supuesto una operación dolorosa y arriesgada. Esta expresión (“sacar del clóset”) me advierten es ofensiva, y pido perdón por quienes se sientan insultades, no es por supuesto mi intención en ningún caso. Me amparo, lector, lectora, en su comprensión cabal, porque es el tema de fondo lo que importa, y sólo uso esta expresión por su claridad denotativa: por favor léasela sin su connotación discriminatoria habitual. Además, es la misma expresión que se utiliza en las páginas del libro, en la conciencia incluso culposa si se quiere, de estar acusando, denunciando, desenmascarando a alguien que no puede defenderse. Sin embargo, la experiencia logra que nos identifiquemos por la honesta declaración explícita y constante: esta es una historia autoficcionada, cuya estrategia consiste en un juego de espejos, una diégesis que se desarrolla en dos tiempos distintos, uno presente en que la autora vive una crisis existencial (gatillada por una ruptura conyugal o sentimental, el fin de una relación que creía estable), y es movida por esta crisis que viaja a sus raíces, entra a desenmarañar su árbol genealógico, busca explicaciones a sus propios conflictos en la misteriosa herencia genética, en los secretos y tabúes familiares, y entonces sutilmente nos introduce en ese segundo tiempo narrativo que es ese pasado escondido al que se asoma llena de incertidumbres la protagonista.
Ahora, en el caso de Oye Gabriela, tiendo a leer igualmente algo de autoficción en ella. Porque sé que Elisa Clark tuvo efectivamente una relación con los papeles y manuscritos de Gabriela Mistral, porque vivió en los Estados Unidos justo en un momento clave: cuando falleció Doris Dana y se hizo conocida su sobrina Doris Atkinson como nueva albacea de esos papeles y manuscritos. Pero la novela no está construida desde esa experiencia ni es explícita en ese sentido. Más bien, hay una construcción de múltiples hablantes y la protagonista, que podría ser el alter-ego de Elisa, se desdibuja en una caja caleidoscópica que en algún sentido explica el collage de la portada del libro. Acá la poeta es un puzle, un rompecabezas, un laberinto, y la novela propone como narradora central a una periodista tratando de resolverlo.
Para nadie es un secreto que Gabriela Mistral fue un ícono que la dictadura de Pinochet trabajó como contrapeso al poeta del pueblo que fue Neruda, convirtiéndola en rostro de un billete, en nombre de un siniestro edificio y de una universidad privada, la Mistral profesora de niños, apolítica, autora de rondas. Esa operación fue la que se desmoronó al revelarse sus cartas y manuscritos. Gabriela fue sacada del estrecho lugar incómodo en que la habían puesto, y recuperó su sitial como una intelectual comprometida y sumamente avanzada y por lo mismo incomprendida por el mezquino patriarcado literario chileno. Ah, y que fuese lesbiana, eso ya era demasiado. Elisa vivió de cerca todo esto cuando el año 2006 murió Doris Dana (que fue la última pareja de Gabriela y su albacea). Entonces los papeles, cartas y manuscritos quedaron en manos de su sobrina, Doris Atkinson, y fue ella quien los devolvió a Chile, provocando una auténtica carrera de lobos por el acceso a los mismos. Críticos, investigadores y académicos de distintos países se lanzaron a pesquisar los meandros de la vida de Gabriela. Quienes hayan seguido este proceso que dejó al descubierto la intimidad sáfica de la Premio Nobel, reconocerán en la novela al personaje de Pedro Pablo Zegers, investigador que durante décadas fungió como el único o principal experto en la obra mistraliana, desdibujándola u omitiendo su inclinación amorosa. Y junto a él, otro reconocido celador de aquél conservador mito mistraliano, Fidel Sepúlveda Llanos. Verán también a la académica norteamericana (Licia Fiol-Matta) que hace una primera biografía oficial de avanzada, literalmente “sacando del armario” a la poeta; verán al sumo pontífice de la crítica literaria, con su engolado seudónimo: “Solitario” (Alone); y verán por supuesto a las mujeres que estuvieron más cerca de la poeta: su secretaria y amiga, su cómplice y pareja mexicana, Palma Guillén, (con la que criaron a Yin Yin); y cómo no, a la propia Doris Dana, convertida en una gringa arrobadora, de aura hollywoodense. Todos personajes con los que se cruza la protagonista, que es como hemos dicho una periodista que queda caprichosamente encerrada en la biblioteca a la que llegaron los papeles y documentos que trajo Doris Atkinson. Desde esa reclusión privilegiada y a la vez aparentemente involuntaria, la periodista atraviesa movimientos sísmicos y una pandemia, dedicada y decidida a redactar una ponencia para un congreso, enfrentando la manoseada y aún así inasible “vida secreta” de Gabriela. Como si se tratase de dar con una improbable verdad única, siguiendo la periodística y simplista fórmula de la pregunta “¿quién era en realidad Lucila?” De ahí el tono confianzudo del título del libro. Así la protagonista accede de primera mano a la caligrafía, y especial importancia tiene esa dimensión fantasmática, gracias a las palabras de la secretaria que rescataba los papeles arrugados de la basura, aquellos papeles que Gabriela desechaba, y que reflejan sus dudas. Tesoros que permiten tejer las relaciones cruzadas entre las distintas mujeres que rodeaban en vida y después de muerta a la poeta.
No es necesario hacer más spoiler del que hasta acá ya he hecho. Dejemos algo para que usted, lectora, lector, descubran por su cuenta. Insistiré sí, en que en ambas novelas las autoras lo dicen con todas sus letras, son plenamente conscientes del trabajo abordado y lo exponen, de modo que mis devaneos en alguna medida tienen eco y son eco a la vez de algunos de sus pasajes, donde la reflexión en torno al oficio cobra singular relevancia. Así, las hablantes nos llevan a un metatexto constante, mucho más evidente por supuesto en el caso de “Oye Gabriela”, pues la indagación es sobre una escritora, y los niveles de metareferencialidad se multiplican a medida que hablan no sólo la protagonista encerrada en la biblioteca, sino además sus entrevistados anteriores y los otros investigadores que en distintas latitudes se atarean obsesionados con la identidad de una auténtica Lucila Godoy; mientras que en “Inadecuada” es la autorreflexión lo que gana terreno, la indagación hacia adentro de la protagonista, ¿qué consecuencias tiene para ella estar entrometiéndose en las sábanas de su abuelo, en el cajón de los recuerdos de su abuela, qué tipo de satisfacción acaso busca como para reconocerse –o para negarse a ello- una irresoluta, una desadaptada, una bala loca, una oveja descarriada, una niñita que ha dejado de serlo sin querer asumirlo, una adulta que no cuadra con lo que se espera de ella, una inadecuada, al igual que su polémico abuelo?
De cualquier manera, espero dejar en claro que ambas escrituras, la de Clark y la de Correa, hablan de la vitalidad rozagante de las plumas femeninas actuales. Aunque esto sea un juicio personal y ambas sean como dije al principio, dos queridas amigas y colegas. Salud y felicitaciones Elisa, Cristina. Y hasta una próxima entrega.
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