El Circo en Llamas
VOLTEAMOS SOBRE EL RÍO
Actualizado: 15 dic 2020
Una lectura sobre En el lugar de la mano el ímpetu de un río (Bisturí 10, 2020), de Julieta Marchant.
Por Rodrigo Arroyo

Abrió la mirilla de la puerta y observó hacia el exterior. Al otro lado es como si hubiera un muro blanco. Sentía el contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo. Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el silencio, distinguía los muebles y los objetos solo con tocarlos, les pasaba los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviese diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin bajo ni alto.
José Saramago
A veces dejamos al movimiento de las manos el reconocimiento de nuestra finitud ante el lenguaje. Así abrí azarosamente este libro, en un ejercicio que —comprobaré más tarde en su lectura— nos revelará la urdimbre que sostiene a este lenguaje en particular, trama caracterizada por no revelar dirección alguna, enseñándonos así un equilibrio armónico entre lo vertical y lo horizontal, metáfora que alude a las múltiples orillas que lo componen. Donde la historia o el relato afectivo que atraviesa a esta escritura aparece y desaparece, negándonos al mismo tiempo las pistas de su continuidad. En otras palabras, se hace presente en varios tonos, momentos y registros, desplegando alternadamente en sus páginas aquellos impulsos enunciados por Pound: logopeia, fanopeia y melopeia. Buscando quizá ese arrojo o cobijo, en y hacia la trama del lenguaje, evadir su clasificación.
“Es posible desaparecer”, fue lo primero que leí. Es posible que el tejido que este libro nos presenta no excluya a su escritura, al mismo libro, de las implicancias que es posible advertir en su apertura o desborde. Para entender esto hay que establecer lo siguiente: más allá que la muerte o pérdida de alguna manera configuren esta poética, en cierto modo; y más allá de reconocer elementos que nos permitan reflexionar a partir de la escritura en sí, los problemas aquí planteados reafirman al libro como un lugar indefinible: espacio de apertura que al mismo tiempo es un espacio sin salida; “encontró la manera de borrar el camino que labró para alcanzarme”, escribe, inmortalizando el tiempo de la muerte con esa borradura. Esto nos lleva a imaginar a Orfeo deshaciendo de algún modo el camino para verlo quizá en esa permanencia final junto a Eurídice en el inframundo. Eso es, en el fondo, el poema, quizá el libro. Quedarse ahí —pareciera decirnos Julieta—, llegar, sin palabras, a esas íntimas profundidades: recorrerlas, verlas, sentirlas, quedarse en ellas, a sabiendas que ello implicaría un posible extravío, un viaje sin retorno.
Por otra parte, dicha profundidad está en cierto modo marcada por algo mencionado anteriormente, esto es: palabras, giros, formas de ver, procedencias, que es posible advertir de sus libros anteriores Habla el oído y Reclamar el derecho a decirlo todo, lo que nos lleva a la pregunta: ¿cuántos libros de poesía realmente podemos escribir? Digamos, sin contar, claro está, los que podemos publicar. Y es que más allá de la identidad, universo o constelación que una producción pueda configurar, tengo la impresión que el hecho de reconocer, con mayor o menor facilidad, estas estrategias, formas, montajes o procedencias, habla de un abandono o descarte de la idea del libro planteada inicialmente, la reiteración de una poética, o más aún, el miedo al silencio. Aunque, por otro lado, también podríamos pensar en la profundización o desarrollo de una poética en el tiempo, como lo hiciera Juarroz en su Poesía vertical. Es decir, entender esa insistencia como una búsqueda de total acceso para el lenguaje, que nos permita la posibilidad de “leer aquello que no está escrito”. Ahora que lo pienso, es curioso como ese epígrafe de Hofmannsthal, que abre la sección dedicada al flaneûr en El libro de los pasajes, guarde otro significado en relación a esta escritura: en el análisis del filósofo judío las calles son las que permiten la transmisión de un saber sentido, mientras que en estas páginas dicho saber se transmite de poética en poética. En vez de calles, libros.
Ahora bien, el desborde y el encierro señalados anteriormente trazarían un vínculo entre lenguaje y poética. Que, siguiendo la lógica planteada, podríamos arriesgarnos a precisar como un vínculo entre poema y ceguera. De ahí el epígrafe de Saramago, quien nos plantea una arista interesante en la experiencia vivida por el conductor enceguecido. Curioso es que lo narre así, al menos en este contexto, como conductor y no como sujeto, porque inmediatamente lo asociamos a la clásica disociación entre persona y poeta. Más aún, considerando el peso que en tal sentido implica la tradición, las lecturas, las tendencias, el campo cultural, entre otras cosas.
Retomando la hebra, vuelvo sobre el libro. “Nadar en un espacio al que la letra no accede”, escribe Julieta, aludiendo en cierto modo a esa ceguera. Y es que más allá de que podamos abrir los ojos bajo el agua, finalmente nos encontramos o tenemos conciencia de un lugar que le es vedado a la letra: aquello desconocido para lo cual no tendríamos palabra, y no sería posible enseñarle a un otro. Por otra parte, entre tantos desconocidos posibles, uno señalado en la dedicatoria que abre el libro: la pérdida. Cómo comprender la pérdida a ojos cerrados sino a partir de la memoria del cuerpo. Y es que, en el espacio diluido de la ceguera: reflejo, coraza, quietud, fosa, puño, latido, omóplato, no son sino, más allá del mismo cuerpo, una forma de conectarnos con quienes han partido, conduciéndonos al íntimo espacio del adiós. En este sentido, recuerdo las palabras que Sergio Rojas escribiera a propósito de la performance del artista japonés On Kawara, “enviamos mensajes para no morir (…) El mensaje es la prueba de que el emisor está vivo, que hay alguien en la fuente de origen de esas señales de vida que son todo acto de lenguaje”. En este libro el cuerpo es prueba de que estamos a ojos cerrados, inmersos en la oscuridad del dolor, dentro de una poética que no ve salida. Un ahogo, diríamos, o “Una manera de soportar que me quedo / sin siquiera saberlo / en el lugar y en el tiempo / en que tú te retiras”.
“Es posible imaginar / que tocamos a alguien / con la mano que perdimos / y palparlo con el pensamiento. / Con la prótesis que es el pensamiento”. ¿Cómo entonces nacen los poemas, el poema?, si la mano que perdimos es también la que hace posible la escritura. Sin ella, nos queda esa prótesis del pensamiento, metáfora que representa una escritura metaliteraria, tal vez ajena o distante al territorio y la historia. Ese posible imaginar, no obstante, sugiere a contrapelo el origen: el estremecimiento ante el cuerpo, ante la cercanía del cuerpo y la posibilidad de una pluralidad. Colectivo que la enfermedad nos arrebató tras su reciente irrupción en el país.
Finalmente, la ceguera de Saramago y de Julieta nos lleva a pensar en las imágenes, en esa “tendencia continua a separar los sentidos, de las funciones, de las operaciones, de las situaciones emocionales” descrita por McLuhan, cuya consecuencia podemos advertir en estos tiempos, configurados a partir del predominio de la visualidad, por sobre los otros sentidos. En esa lógica, las formas en que la ceguera se hace presente en este libro presentan una salida que es también una entrada. Ese ahogo, ese encierro, nos abre a otras emociones que podríamos conocer, a las que podríamos arrojarnos, en el ímpetu del cuerpo que revela un extraño acercamiento al objetivismo que hace un tiempo esta escritura viene rondando, en el sentido de apropiarse de una realidad a través de las palabras, realidad atravesada por una pérdida (en este caso) que atrasa la llegada del objeto, a tal punto, que finalmente pareciera dejarnos en esa espera, nada más, en esa reflexiva contemplación. Es cosa de notar que en el libro no aparecen más de quince objetos, destacando los que hacen referencia al cuerpo: cama, instrumento de urgencia, lápidas. “Estrechar un cuerpo es dejar pasar los objetos por el lado”, precisa el poema, dando pie al luto. Cabría entonces preguntarse el porqué de este nexo, digamos, más allá de lo que implica en términos de filiaciones literarias. Será acaso ese vínculo una forma inconsciente de situar un pensamiento en términos históricos. Algo que tal vez exceda el cometido de este libro, pero que no podemos descartar como análisis. Es decir, superar aquella recepción literaria que refiere a una relación meramente contextual, en la que se transfieren metodologías, formas, pensamientos y tradiciones sin salir del ámbito poético, pensando lo que significa en un país como el nuestro que la percepción sensorial nos traiga el cuerpo de regreso, más allá de la memoria. He ahí lo estremecedor de este libro, su finitud ante el lenguaje, marcada por la conmoción ante la muerte, el sobrecogimiento ante el reguero de fosas que conforman nuestro paisaje. En palabras de la autora:
“Cavó una fosa en el patio trasero y de la tierra desprendió trozos de concreto, maleza, piedras y escombros. Cavó con toda la fuerza que le fue posible. Primero con una pala y luego con los dedos. Desató nudos, con la cuenca de las manos ahuecó el suelo. Cuando un cuerpo sufre una hemorragia de golpe y la succión no es suficiente, los cirujanos apartan los instrumentos y con las manos sacan la sangre para despejar los órganos. Como un nadador, que se esfuerza por dejar el agua tras de sí. Puso el cuerpo envuelto en una sábana y devolvió la tierra a la tierra.
Cavamos fosas para cubrir fosas
con palas
con las manos
con el pensamiento”.
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Precio referencial: $6.000